Preocupada mi imaginación con la historia del malaventurado Boabdil, me puse a ordenar los recuerdos referentes a su historia, y que existen todavía en esta mansión de su regio poder y de sus infortunios. En la Galería de cuadros del Palacio de Generalife está colgado su retrato; su semblante es dulce, hermoso y algo melancólico, de color sonrosado y rubios cabellos. Si el retrato tiene verdadero parecido, pudo ser ciertamente inconstante y veleidoso, pero de ningún modo cruel ni sanguinario.
Después visité la prisión donde fue encerrado en los días de su niñez, cuando su cruel padre meditaba su muerte. Es un cuarto abovedado, en la Torre de Comares, debajo del Salón de Embajadores; una habitación semejante y separada por un estrecho pasadizo fue la prisión de su madre, la virtuosa Ayxa la Horra. Las paredes tienen un espesor prodigioso y las ventanas están aseguradas con barras de hierro. Una estrecha galería de piedra con un pequeño parapeto se extiende por dos lados de la torre, debajo de las ventanas, pero a una altura considerable de la tierra. Desde esta galería cuentan que la reina descolgó a su hijo con los ceñidores de ella y los de las fieles mujeres de su servidumbre, al amparo de la oscuridad de la noche, por la parte de la colina, al pie de la cual esperaba un criado con un caballo, veloz en la carrera, para escapar rápidamente con el príncipe a las montañas. Mientras me paseaba por esta galería figurábame estar viendo en aquel momento a la inquieta y desasosegada sultana echada sobre el parapeto, escuchando con las ansias de su dolorido corazón de madre los últimos ecos de las herraduras del caballo en que corría su hijo a lo largo del estrecho valle del Dauro.
Luego dirigí mis pesquisas en busca de la puerta por donde salió Boabdil de la Alhambra, poco antes de entregar la ciudad. Con el melancólico acento de un espíritu abatido, dicen que rogó el infortunado príncipe a los Monarcas Católicos que no se permitiera a nadie, en adelante, pasar por esta puerta. Su ruego -según las antiguas crónicas- fue respetado, por la mediación de Isabel, y aquélla se tapió. Por algún tiempo anduve preguntando, en vano por ella, hasta que, por último, Mateo, mi humilde guía, oyó decir a los habitantes más ancianos de la fortaleza que existía todavía un portillo, por el cual -según la tradición- salió el rey moro de la ciudadela, pero que no recordaban que hubiera estado jamás practicable.
Me condujo después al indicado sitio de la referida famosa puerta, la cual se encuentra en el centro de la que fue en otro tiempo una inmensa torre llamada La Torre de los Siete Suelos, sitio afamado de las historias supersticiosas de la vecindad, de extrañas apariciones y moriscos encantamientos. Esta torre, inexpugnable en otro tiempo, es hoy un montón de ruinas, por haber sido volada por los franceses cuando abandonaron la fortaleza. Grandes bloques de muralla derrumbados hállanse allí enterrados entre la frondosa hierba, y cubiertos de vides e higueras. El arco de la puerta existe todavía, aunque agrietado por la voladura; sin embargo, el último deseo del infortunado Boabdil ha sido respetado, aunque no de intento, pues la puerta está cegada con los escombros de piedras formados por las ruinas y completamente intransitable. Siguiendo el camino del monarca musulmán, tal como se indica en las crónicas, crucé a caballo el Campo de los Mártires, pasando a lo largo de la huerta del convento del mismo nombre, y bajando desde allí por un agrio barranco rodeado de pitas y chumberas y ocupado con cuevas y chozas pobladas de gitanos. Este fue el camino que tomó Boabdil para evitar el cruzar por la ciudad. La bajada es tan violenta y escabrosa que tuve necesidad de apearme del caballo y llevarlo de la brida.
Saliendo del barranco, y pasando por la Puerta de los Molinos, entré en el paseo público llamado el Salón y, siguiendo la corriente del Genil, llegué a una pequeña mezquita morisca, convertida ahora en Ermita de San Sebastián. Una lápida incrustada en la pared refiere que Boabdil entregó en aquel sitio las llaves de Granada a los monarcas castellanos. Desde allí crucé despacio la Vega, y llegué a un pueblecito donde la familia y la servidumbre del infeliz monarca lo esperaron, y adonde las había enviado con antelación la noche de la víspera, desde la Alhambra, para que su madre y su esposa no participaran de su propia humillación ni estuvieran expuestas a las miradas de los conquistadores. Siguiendo adelante el camino del melancólico cortejo de la real familia destronada llegué al extremo de una cadena de áridos y tristes cerros que forman la base de las montañas de la Alpujarra. Desde la cumbre de uno de éstos el infortunado Boabdil contempló por penúltima vez a Granada, por lo que lleva el expresivo nombre de su tristeza: la Cuesta de las Lágrimas. Más allá de ésta sigue un camino arenoso: escabrosa y árida llanura doblemente triste para el desdichado monarca, puesto que era el camino de su destierro.
Guié, por último, mi caballo hacia la cima de una roca, desde la cual Boabdil lanzó su última exclamación, volviendo los ojos para mirar por vez postrera a Granada; todavía se llama este paraje El último suspiro del Moro. ¿Quién se extrañará de la inmensidad de su dolor, saliendo expulsado de tal reino y de tal morada? Con la Alhambra perdió todos los honores de su linaje y todas las glorias y delicias de la vida.
Aquí también fue donde su aflicción se acrecentó con las reconvenciones de su madre Ayxa, que tantas veces le animó en los momentos del peligro, y que en vano quiso inculcarle su firmeza de ánimo. «Llora -le dijo- como mujer el reino que no has sabido defender como hombre.» Frase que participaba más del orgullo de princesa que de la ternura de madre.
Cuando el obispo Guevara refirió esta anécdota al emperador Carlos V éste añadió a aquella expresión de desprecio lanzada a la debilidad del irresoluto Boabdil: «Si yo hubiese sido él o él hubiese sido yo, antes habría hecho de la Alhambra mi sepulcro que vivir sin reino en la Alpujarra.»
¡Cuán fácil es para los que gozan de poder y prosperidad predicar el heroísmo a los vencidos! ¡No comprenden que la vida es más estimada del ser infortunado cuando no le resta ya otra cosa sino ella en el mundo!
Washington Irving - Cuentos de La Alhambra
Llorando por Granada - Los Puntos
1 comentario:
ta bueno
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