viernes, febrero 29, 2008

Niño muerto

Luis García Montero

El 22 de mayo de 1937, a bordo del transatlántico Habana, llegaron al puerto de Southampton 3.800 niños vascos, evacuados de la ciudad sitiada de Bilbao. Soportaban la triste fortuna de huir de la guerra, porque los necesitados y los miserables sólo pueden esperar la suerte de alejarse de sus familias y de sus tierras para encontrar en lugares ajenos una ventana desde la que mirar al horizonte. Los niños más dañados por la tragedia española, los que habían perdido a sus padres en los bombardeos en las trincheras, fueron acogidos de manera especial en la residencia de Lord Farringdon. Luis Cernuda trabajó allí, dedicando los primeros momentos de su exilio a la tarea imposible de salvar infancias destruidas. Cernuda hizo amistad con un muchacho llamado José Sobrino, que después de una muerte pudorosa y dignísima se convirtió en protagonista de uno de los poemas más conmovedores de Las nubes. Era un adolescente de 14 o 15 años, muy listo, capaz de aprender inglés en unos meses y de destacar en los estudios. Cuando lord Farringdon, asombrado por su inteligencia, pensó en mandarlo a un colegio prestigioso, de los que santifican la superioridad cultural de las élites, José Sobrino sólo tuvo una respuesta: "Mi padre trabajó en los altos hornos y en los altos hornos trabajaré yo". La lealtad a sus recuerdos impedía cualquier alejamiento íntimo de su familia y de su clase. Hay cosas que no pueden destruir las bombas, dignidades que están a salvo incluso de la muerte. Cuando enfermó de leucemia y supo que iba a morir, aceptó la desgracia con un temple que pocas veces suelen alcanzar los patriotas con el pecho alicatado de medallas. Un cura católico, preocupado por la salvación de su alma, intentó varias veces confesarlo y darle la comunión. Ante las negativas del muchacho, el cura le suplicó que por lo menos mirase el crucifijo que le ofrecía. José Sobrino accedió, lo observó unos segundos y contestó: "Rediós, qué feo es".

José Sobrino despidió al sacerdote y rogó que llamaran a Luis Cernuda. Hablaron de la soledad, de los recuerdos, de la generosidad y mezquindad humana, de las ciudades destruidas por la guerra, de su padre, de lo que significa vivir, de lo que supone la muerte. Una serenidad triste y firme se apoderó de la habitación. Dos soledades se hicieron compañía, sin rebajas, sin mentiras, sin falsas ilusiones, con el nudo en la garganta que queda en uno mismo cuando decide ser más fuerte que el propio desconsuelo. El muchacho le pidió a Cernuda que le recitara algún poema, tal vez uno de esos poemas que nacen del orgullo herido y del empeño de responder con dignidad a las crueldades irreparables. Al terminar Cernuda de leer, José Sobrino agradeció el poema y le dijo: "Ahora, por favor; no se marche, pero me voy a volver hacia la pared para que no me vea morir". No se trató de un último juego, ni de una broma desesperada. Tardó poco en quedarse muerto de cara a la pared. El poeta comprendió su pudor, la intimidad de una situación que pertenece a la propia raíz de nuestra vida, la negación a convertirnos en un espectáculo cuando dejamos de ser nosotros mismos. El silencio y el respeto son un equipaje imprescindible a la hora de ofrecer los cuidados de la verdadera compañía. Luis Cernuda nos lo contó en el poema Niño muerto: "Volviste la cabeza contra el muro / Con el gesto de un niño que temiese / Mostrar fragilidad en su deseo. / Y te cubrió la eterna sombra larga. / Profundamente duermes. Mas escucha: / Yo quiero estar contigo: no estás solo".

Recordé el poema y la historia de José Sobrino al presenciar el circo que los medios de comunicación públicos y privados levantaron delante de la agonía de Rocío Jurado. ¿En qué mundo vivimos? ¿Para qué gentes trabajan los periodistas que necesitan confundir una muerte con un espectáculo y un homenaje con una intolerable competición en los índices morbosos de la audiencia? Los tumultos dan menos compañía que el silencio y el pudor. Sólo somos un conjunto de ruidosas de soledades.

Diario El País - 03/06/2006




Luis Cernuda - Gregorio Prieto Muñoz

NIÑO MUERTO

Si llegara hasta ti bajo la hierba
Joven como tu cuerpo, ya cubriendo
Un destierro más vasto con la muerte,
De los amigos la voz fugaz y clara,
Con oscura nostalgia quizá pienses
Que tu vida es materia del olvido.

Recordarás acaso nuestros días,
Este dejarse ir en la corriente
Insensible de trabajos y penas,
Este apagarse lento, melancólico,
Como las llamas de tu hogar antiguo,
Como la lluvia sobre aquel tejado.

Tal vez busques el campo de tu aldea,
El galopar alegre de los potros,
La amarillenta luz sobre las tapias,
La vieja torre gris, un lado en sombra,
Tal una mano fiel que te guiara
Por las sendas perdidas de la noche.

Recordarás cruzando el mar un día
Tu leve juventud con tus amigos
En flor, así alejados de la guerra.
La angustia resbalaba entre vosotros
Y el mar sombrío al veros sonreía,
Olvidando que él mismo te llevaba
A la muerte, tras un corto destierro.

Yo hubiera compartido aquellas horas
Yertas de un hospital. Tus ojos solos
Frente a la imagen dura de la muerte.
Ese sueño de Dios no lo aceptaste.
Así como tu cuerpo era de frágil,
Enérgica y viril era tu alma.

De un solo trago largo consumiste
La muerte tuya, la que te destinaban,
Sin volver un instante la mirada
Atrás, tal hace el hombre cuando lucha.
Inmensa indiferencia te cubría
Antes de que la tierra te cubriera.

El llanto que tú mismo no has llorado,
Yo lo lloro por ti. En mí no estaba
El ahuyentar tu muerte como a un perro
Enojoso. E inútil es que quiera
Ver tu cuerpo crecido, verde y puro,
Pasando como pasan estos otros
De tus amigos, por el aire blanco
De los campos ingleses, vivamente.

Volviste la cabeza contra el muro
Con el gesto de un niño que temiese
Mostrar fragilidad en su deseo.
Y te cubrió la eterna sombra larga.
Profundamente duermes. Mas escucha:
Yo quiero estar contigo; no estás solo.

Luis Cernuda

jueves, febrero 28, 2008

Andalucía


Bandera de Andalucía

HIMNO DE ANDALUCÍA

La bandera blanca y verde
vuelve, tras siglos de guerra,
a decir paz y esperanza,
bajo el sol de nuestra tierra.

¡Andaluces, levantaos!
¡Pedid tierra y libertad!
¡Sea por Andalucía libre,
España y la Humanidad!

Los andaluces queremos
volver a ser lo que fuimos
hombres de luz, que a los hombres,
alma de hombres les dimos.

¡Andaluces, levantaos!
¡Pedid tierra y libertad!
¡Sea por Andalucía libre,
España y la Humanidad!




Himno Nacional de Andalucía - Real Orquesta Sinfónica de Sevilla



Himno Nacional de Andalucía - Chano Lobato (por alegrías)

Sevilla


Vista de Sevilla con el puente de Triana - Manuel Barrón

EL ANDALUZ

Sombra hecha de luz,
Que templado repele,
Es fuego con nieve
El andaluz.

Enigma al trasluz
Pues va entre gente solo,
Es amor con odio
El andaluz.

Oh hermano mío, tú.
Dios, que te crea,
Será quien comprenda
Al andaluz.

Luis Cernuda, Sevilla 1902 - México 1963

Málaga


Atardecer andaluz - Guillermo Gómez Gil

TRINO

Quiero vivir para siempre
en torre de tres ventanas,
donde tres luces distintas
den una luz a mi alma.

Tres personas y una luz
en esa torre tan alta.

Aquí abajo, entre los hombres,
donde el bien y el mal batallan,
el dos significa pleito,
el dos indica amenaza.

Quiero vivir para siempre
en torre de tres ventanas.

Manuel Altolaguirre, Málaga 1905 - Burgos 1959

Granada



Graffiti - El Niño de las Pinturas

ROMANCE DE LA LUNA, LUNA

A Conchita García Lorca

La luna vino a la fragua
Con su polisón de nardos.
El niño la mira, mira.
El niño la está mirando.

En el aire conmovido
mueve la luna sus brazos
y enseña, lúbrica y pura,
sus senos de duro estaño.

Huye luna, luna, luna.
Si vinieran los gitanos,
habrían con tu corazón
collares y anillos blancos.

Niño, déjame que baile.
Cuando vengan los gitanos,
te encontrarán sobre el yunque
con los ojillos cerrados.

Huye luna, luna, luna,
que ya siento sus caballos.
-Niño, déjame, no pises
mi blancor almidonado.

El jinete se acercaba
tocando el tambor del llano.
Dentro de la fragua el niño
tiene los ojos cerrados.

Por el olivar venían,
bronce y sueño, los gitanos.
Las cabezas levantadas
y los ojos entornados.

Cómo canta la zumaya,
¡ay, como canta en el árbol!
por el cielo va la luna
con un niño de la mano.

Dentro de la fragua lloran,
dando gritos, los gitanos.
El aire la vela, vela.
El aire la está velando.

Federico García Lorca, Fuente Vaqueros 1898 - entre Viznar y Alfacar 1936

Cádiz



Rafael Alberti

SE EQUIVOCÓ LA PALOMA

Se equivocó la paloma.
Se equivocaba.

Por ir al Norte, fue al Sur.
Creyó que el trigo era agua.
Se equivocaba.

Que las estrellas, rocío;
que la calor, la nevada.
Se equivocaba.

Que tu falda era tu blusa;
que tu corazón, su casa.
Se equivocaba.

Ella se durmió en la orilla.
Tú, en la cumbre de una rama

Rafael Alberti, Cádiz 1902 - Madrid 1999

Córdoba


Canto de amor - Julio Romero de Torres

LA PAREJA

Tenerte cerca. Hablarte.
Y besarte en silencio.
Y sentir el contacto
caliente de tu cuerpo.
Sentir que vives, trémula,
aquí, contra mi pecho.
Que mis brazos abarcan
tus límites perfectos.
Que tu piel electriza
las yemas de mis dedos.
Que la vida se ahoga
en el hilo de un beso.
Que así, en la sombra, a tientas,
bajo la noche, ciegos,
topándonos a oscuras
mientras todo es silencio,
nos amamos y somos
casi dioses, rugiendo.

Vuelvo a palpar tu carne,
vuelvo a besarte, vuelvo
a estrecharte en la sombra
ciega contra mi pecho.
Vuelvo a sentir tu vida
trémulamente. siento
que el desamparo pone
su soledad, su cerco,
en torno de nosotros.
El mundo está desierto.
Mudo. Tú y yo arrojados
a un destino violento,
aquí, sobre la tierra,
abrazándonos ciegos.

Y entonces te recojo,
te amparo, te sujeto,
pequeña, débil, mía,
cobijada en mi aliento,
sostenida en mis brazos,
cubierta con mis besos.

Pero mi pequeñez
en seguida comprendo.
Mi inútil protección,
castillo sin cimientos,
rueda deshecha frente
al enorme Universo.

¡Qué poco puede el hombre!
Y me refugio en medio
de tanta soledad
en tu caliente cuerpo,
para que entre tus brazos
me mezas con tu tierno
amor. Niño asustado,
busco tu amor materno.

Los dos en la tiniebla
abrazados, pequeños,
frente a la eternidad,
lloramos en silencio.

La noche continúa
mudamente cubriéndonos.

Leopoldo de Luis, Córdoba 1918 - Madrid 2005

Almería

Almería, alegría del mar - Jesús de Perceval

PUREZA DE JAZMINES

¡Jazminero, tan frágil y tan leve
que bastara con un soplo de aliento
para que disipases en el viento
tu intacta castidad de plata y nieve!...

Tu pureza me evoca aquella breve
mano de espumas y de encantamiento,
que ni siquiera con el pensamiento
mi corazón a acariciar se atreve.

Con su blancura a tu blancura iguala;
con tus piedades sus piedades glosas...
Como tú, tiene el corazón florido;

y, también como tú, también exhala
sobre el eterno ensueño de las cosas
un perfume de amor, luna y olvido.

Francisco Villaespesa (Almería 1877 - Madrid 1936)

Huelva



Huelva - José Caballero

EL NIÑO POBRE

Le han puesto al niño un vestido
absurdo, loco, ridículo;
le está largo y corto; gritos
de colores le han prendido
por todas partes. Y el niño
se mira, se toca, erguido.
Todo le hace reír al mico,
las manos en los bolsillos...
La hermana le dice -pico
de gorrión, tizos lindos
los ojos, manos y rizos
en el roto espejo-: «¡Hijo,
pareces un niño rico!... »

Vibra el sol. Ronca, dormido,
el pueblo en paz. Sólo el niño
viene y va con su vestido...
viene y va con su vestido...
En la feria, están caídos
los gallardetes. Pititos
en zaguanes... Cuando el niño
entra en casa, en un suspiro
le chilla la madre: «¡Hijo»
-y él la mira calladito,
meciendo, hambriento y sumiso,
los pies en la silla-, «hijo,
pareces un niño rico!...»

Campanas. Las cinco. Lírico
sol. Colgaduras y cirios,
Viento fragante del río.
La procesión. ¡Oh, qué idílico
rumor de platas y vidrios!
¡Relicarios con el brillo
de ocaso en su seno místico!
...El niño, entre el vocerío,
se toca, se mira... «¡Hijo»,
le dice el padre bebido
-una lágrima en el limo
del ojuelo, flor de vicio-,
«pareces un niño rico!...»

La tarde cae. Malvas de oro
endulzan la torre. Pitos
despiertos. Los farolillos,
aun los cohetes con sol vivo,
se mecen medio encendidos.
Por la plaza, de las manos,
bien lavados, trajes limpios,
con dinero y con juguetes,
vienen ya los niños ricos.
El niño se les arrima,
y, radiante y decidido,
les dice en la cara: «¡Ea,
yo parezco un niño rico!»

Juan Ramón Jiménez (Moguer 1881 - San Juan 1958)

Jaén



Jaén, Catedral, luz de verano - Miguel Viribay

DESPEDIDA

Con el alma dolorida
voy siguiendo mi camino,
y hoy me arrebata el destino
de la patria que es mi vida;
como tierna despedida
voy a dar forma y calor
a mi duelo asolador,
porque en la vital faena,
el alma estalla de pena
si no abre cauce al dolor.

Mañana en otros lugares
mirando gentes extrañas,
veré soberbias montañas,
que esconderán mis hogares;
quizá los férvidos mares
que oculten la patria mía;
mas siempre mi fantasía
recordará con anhelo,
estas flores y este cielo
de mi dulce Andalucía.

Que aquí son más los rumores
de los lagos cristalinos
y son más dulces los trinos
de los pájaros cantores;
aquí rebosan las flores
en los prados virginales;
y confunden sus canales
aguas de fuentes y lomas,
y van juntas las palomas
con las águilas reales.

Aquí por celeste don
de que no da el mundo ejemplo,
cada frente tiene un templo
de arrogante inspiración;
aquí viva exposición
presenta el suelo fecundo;
que Dios con amor profundo
dándonos galas y genio,
hizo a mi patria el proscenio
de la belleza del mundo...

Aquí hay soberbias vestales
que hunden el alma en cadenas,
por ser estatuas de Atenas
fuera de sus pedestales;
hay vírgenes ideales
que con su hermosura fiel
dejando atrás el pincel
son por su dulzura y brillo,
realidades de Murillo,
modelos de Rafael.

Aquí también la nación
tiene página brillante;
aquí está Bailén, gigante
dogal de Napoleón;
España por su cañón
gritó a los vencidos bravos:
«Corred por montes y cabos
a domar pueblos inmundos;
que en el taller de mis mundos
no se fabrican esclavos.»

Arte, belleza, poesía,
valor, virtudes, historia;
¡he aquí los timbres de gloria
que tiene la patria mía!
Al dejarla, pena impía
quita aliento a mi razón;
mas se templa la aflicción
cuando el alma considera,
que con fe la patria entera
se guarda en el corazón.

Bernardo López García, Jaén 1838 - Madrid 1870

domingo, febrero 24, 2008

Los molinos de mi corazón

Les moulins de mon coeur - Michel Legrand



Girasoles - Juan Fortuny

Comme une pierre que l'on jette
Dans l'eau vive d'un ruisseau
Et qui laisse derrière elle
Des milliers de ronds dans l'eau
Comme un manège de lune
Avec ses chevaux d'étoiles
Comme un anneau de Saturne
Un ballon de carnaval
Comme le chemin de ronde
Que font sans cesse les heures
Le voyage autour du monde
D'un tournesol dans sa fleur
Tu fais tourner de ton nom
Tous les moulins de mon cœur

Comme un écheveau de laine
Entre les mains d'un enfant
Ou les mots d'une rengaine
Pris dans les harpes du vent
Comme un tourbillon de neige
Comme un vol de goélands
Sur des forêts de Norvège
Sur des moutons d'océan
Comme le chemin de ronde
Que font sans cesse les heures
Le voyage autour du monde
D'un tournesol dans sa fleur
Tu fais tourner de ton nom
Tous les moulins de mon cœur

Ce jour-là près de la source
Dieu sait ce que tu m'as dit
Mais l'été finit sa course
L'oiseau tomba de son nid
Et voila que sur le sable
Nos pas s'effacent déjà
Et je suis seul à la table
Qui résonne sous mes doigts
Comme un tambourin qui pleure
Sous les gouttes de la pluie
Comme les chansons qui meurent
Aussitôt qu'on les oublie
Et les feuilles de l'automne
Rencontrent des ciels moins bleus
Et ton absence leur donne
La couleur de tes cheveux

Une pierre que l'on jette
Dans l'eau vive d'un ruisseau
Et qui laisse derrière elle
Des milliers de ronds dans l'eau
Au vent des quatre saisons
Tu fais tourner de ton nom
Tous les moulins de mon cœur



Les moulins de mon coeur (Música: Michel Legrand, Letra: Eddy Marnay, Intérprete: Michel Legrand)

Traducción

viernes, febrero 22, 2008

El sueño

Mary Shelley


Water willow - Dante Gabriel Rossetti

La época en la que aconteció esta pequeña leyenda que se va ahora a narrar, fue el comienzo del reinado de Enrique IV de Francia, cuyo ascenso e ilícita apropiación, mientras los demás traían la paz al reino cuyo cetro él había empuñado, fueron inadecuados para cicatrizar las profundas heridas mutuamente infligidas por los bandos enemigos. Existían entre los que ahora parecían tan unidos, enemistades privadas y el recuerdo de daños mortales; y, a menudo, las manos que se habían apretado en aparente saludo amistoso, cuando soltaban su apretón, asían la empuñadura de su daga, haciendo más caso a sus pasiones que a las palabras de cortesía que acababan de salir de sus labios. Muchos de los más fieros católicos se retiraron a sus distantes provincias; y, mientras ocultaban en soledad su enconado descontento, anhelaban no menos ansiosamente el día en que pudieran mostrarlo abiertamente.
En un enorme y fortificado castillo, construido en una empinada escarpa dominando el Loira, no lejos de la ciudad de Nantes, moraba la última de su raza y heredera de su fortuna, la joven y hermosa condesa de Villeneuve. El año anterior lo había pasado en completa soledad en su apartada mansión; y el luto que llevaba por su padre y dos hermanos, víctimas de las guerras civiles, era una gentil y buena razón para no aparecer en la corte, y mezclarse en sus festejos. Pero la huérfana Condesa había heredado un título de alcurnia y extensas tierras; y pronto comprendió que el Rey, su guardián, deseaba que ella otorgara ambos, junto con su mano, a algún noble cuyo nacimiento y talentos personales le dieran derecho a la dote. Constanza, como respuesta, expresó su intención de profesar votos y retirarse a un convento. El Rey se lo prohibió seria y resueltamente, creyendo que semejante idea era el resultado de la sensibilidad sobreexcitada por la pena, y confiando en la esperanza de que, después de un tiempo, el genial espíritu de la juventud despejaría esta nube.

Había pasado un año y la Condesa todavía persistía; y, finalmente, Enrique, partidario de no ejercer presión, y deseoso también de juzgar por sí mismo los motivos que habían conducido a una joven tan hermosa, y agraciada con los favores de la fortuna, a desear enterrarse en un claustro, anunció su intención de visitar su castillo, ahora que había expirado el período de su luto; y si no aportaba, dijo el monarca, suficientes atractivos para hacerla cambiar de plan, daría su consentimiento para su realización.

Constanza había pasado muchas horas tristes, muchos días de llanto, y muchas noches de doloroso insomnio. Había cerrado sus puertas a todos los visitantes; y, como doña Olivia de «La doceava noche», hizo votos de soledad y llanto. Dueña de sí misma, fácilmente silenció los ruegos y protestas de sus subordinados, y alimentó su pesar como si fuera la única cosa que amara en este mundo. Con todo, era demasiado penetrante, demasiado amargo, demasiado ardiente, para ser un huésped favorecido. De hecho, Constanza, joven, ardiente y vivaz, luchaba, forcejeaba y anhelaba abandonarlo; pero todo lo que era alegre en sí mismo, o hermoso en su apariencia externa, servía únicamente para renovarlo; y con paciencia podía soportar mejor el peso de su aflicción, cuando, cediendo ante ella, la oprimía pero no la torturaba.

Constanza había abandonado el castillo para vagar por las tierras vecinas. Aun siendo excelsos y vastos los aposentos de su mansión, se sentía acorralada entre sus paredes, bajo los calados techos. Asociaba las extensas tierras altas y el viejo bosque con los queridos recuerdos de su vida pasada, lo que la inducía a pasar horas y aun días bajo sus frondosos abrigos. El movimiento y el cambio perpetuo, como el viento agitando las ramas, o el viajero sol esparciendo sus rayos sobre ellas, la calmaban y la disuadían a abandonar ese tedioso pesar que embargaba su corazón con tan implacable agonía bajo el techo de su castillo.

Existía un lugar al borde del bien arbolado parque, un rincón de tierra, desde donde podía percibir el campo que se extendía más allá, todavía muy poblado de altos y umbrosos árboles; un lugar del que ella había abjurado, pero hacia donde, inconscientemente, todavía tendían siempre sus pasos, y en donde de nuevo, por veintava vez ese día, se encontró de improviso. Se sentó en un montículo herboso y contempló melancólicamente las flores que ella misma había plantado para adornar el frondoso escondrijo, templo de la memoria y del amor para ella. Cogió la carta del Rey, que era para ella motivo de tanto desespero. El abatimiento se apoderó de sus facciones, y su noble corazón preguntaba al hado por qué, siendo tan joven, desprotegida y desamparada, tenía que enfrentarse a esta nueva forma de vileza.

«Únicamente deseo -pensó- vivir en la mansión de mi padre, lugar familiar de mi infancia, para rociar con mis frecuentes lágrimas las tumbas de los que amé; y aquí en estos bosques, donde me posee un loco sueño de felicidad que me induce a festejar eternamente las exequias de la Esperanza.»

Un crujido entre las ramas llegó a sus oídos; su corazón latió velozmente; todo de nuevo estaba en calma.

-¡Qué tonta soy! -medio murmuró-. Víctima de mi vehemente fantasía: porque aquí fue donde nos conocimos, aquí me senté a esperarlo, y ruidos como éste anunciaban su deseada proximidad; cada conejo que se agita, cada pájaro que despierta de su silencio, hablan de él. ¡Oh, Gaspar, en una ocasión mío! ¡Nunca alegrarás de nuevo con tu presencia este amado lugar, nunca más!

De nuevo se agitaron las ramas y se oyeron pasos entre los matorrales. Constanza se levantó; su corazón latía a gran velocidad; debía ser la tonta de Manon, con sus impertinentes súplicas para que regresara. Pero los pasos eran más firmes y más silenciosos que los de su doncella; y entonces, emergiendo de las sombras, pudo percibir directamente al intruso. Su primer impulso fue huir, y luego de nuevo verlo, oír su voz, estar juntos antes de que ella interpusiera votos eternos entre ambos, y rellenar el inmenso abismo que la ausencia había abierto; eso ofendería a los muertos y suavizaría la fatal pena que hacía palidecer sus mejillas.

Y ahora él estaba frente a ella, el mismo ser querido con el que ella ha intercambiado promesas de felicidad. Parecía, como ella, triste. Constanza no pudo resistir la implorante mirada que le suplicaba que se quedara.

-Vengo, señora -dijo el joven caballero- sin ninguna esperanza de lograr doblegar tu inflexible voluntad. Vengo de nuevo a verte, y a despedirme antes de partir para Tierra Santa. Vengo a suplicarte que no te entierres en vida en un oscuro claustro para evitar a alguien tan odioso como yo, alguien a quien nunca verás más. Muera o no en el empeño, ¡Francia y yo partimos para siempre!

-Eso sería tremendo, si fuera cierto -dijo Constanza-. Pero el rey Enrique nunca perdería así a su caballero favorito. El trono que le ayudaste a edificar, todavía debes protegerlo de sus enemigos. No, si alguna vez influí en tus pensamientos, no irás a Palestina.

-Una sola palabra tuya, Constanza, podría detenerme... una sonrisa... -Y el joven amante se arrodilló ante ella.

La intención más cruel de la dama fue anulada por la imagen antes tan querida y familiar, ahora tan extraña y prohibida.

-¡No te demores más aquí! -gritó-. Ninguna sonrisa, ninguna palabra mía, serán de nuevo para ti. ¿Por qué estás aquí, donde vagan los espíritus de los muertos reclamando esas sombras como propias? ¡Maldita sea la falsa doncella que permita que el asesino disturbe el sagrado reposo de sus víctimas.

-Cuando nuestro amor era reciente y tú amable -replicó el caballero- me enseñabas a penetrar las intrincaciones de estos bosques, y me dabas la bienvenida a este querido lugar donde una vez te juré que serías mía bajo estos mismos árboles vetustos.

-¡Fue un nefando pecado -dijo Constanza- abrir las puertas de la casa de mi padre al hijo de su enemigo, y abrumador debe ser el castigo!

El joven caballero recuperaba su valor al hablar; todavía no se atrevía a moverse, no fuera que ella, que parecía en todo momento lista para huir, lo sorprendiera pese a su momentánea tranquilidad. Pero le replicó despacio.

-Aquellos fueron días felices, Constanza, llenos de terror y de profunda alegría cuando la tarde me traía a tus pies; y mientras el odio y la venganza se apoderaban de aquel torvo castillo, este frondoso cenador iluminado por las estrellas era el santuario del amor.

-¿Felices? ¡Días miserables! -repitió Constanza-, cuando pienso en el bien que podría reportar que faltara a mi deber, y en que esta desobediencia sería recompensada por Dios. ¡No me hables de amor, Gaspar! ¡Un mar de sangre nos separa para siempre! ¡No te acerques! Los difuntos y los seres queridos permanecen con nosotros incluso ahora: sus pálidas sombras me advierten de mi falta, y me amenazan por escuchar a su asesino.

-¡Yo no soy eso! -exclamó el joven-. Mira, Constanza, cada uno de nosotros somos los últimos de nuestras respectivas estirpes. La muerte nos ha tratado cruelmente y estamos solos. No era así cuando nos amamos por vez primera; cuando mi padre, mis parientes, mi hermano, más aún, mi propia madre, lanzaban maldiciones sobre la casa de Villeneuve, y yo la bendecía a pesar de todo. Te veía, adorable Constanza, y bendecía tu casa. El Dios de paz implantó el amor en nuestros corazones, y durante muchas noches de verano nos estuvimos viendo en secreto y con misterio en los valles bañados por la luz de la luna; y cuando llegaba el amanecer, en este dulce escondrijo eludíamos su escrutinio, y aquí, incluso aquí, donde ahora te suplico de rodillas, nos arrodillábamos juntos y nos hacíamos promesas. ¿Debemos romperlas?

Constanza lloró al recordar su amante las imágenes de horas felices.

-¡Nunca! -exclamó-. ¡Oh, nunca! Ya conoces, o pronto las conocerás, la fe y la resolución de alguien que se atreve a no ser tuya. ¡Lo nuestro era hablar de amor y de felicidad, mientras la guerra, el odio y la sangre hacían furor en torno! Las efímeras flores que nuestras jóvenes manos esparcían eran pisoteadas en los mortíferos encuentros entre enemigos mortales. La mía a manos de tu padre; y poco importa saber si, como juró mi hermano, y tú negaste, tu mano fue o no la que asestó el golpe que lo destruyó. Tú ibas con los que lo mataron. No digas más, no más palabras: escucharte es una impiedad hacia los muertos sin reposo eterno. Vete, Gaspar; olvídame. A las órdenes del caballeresco y valiente Enrique tu carrera puede ser gloriosa; y algunas hermosas doncellas escucharán, como yo hice una vez, tus promesas, y serán felices por ello. ¡Adiós! ¡Que la Virgen te bendiga! En la celda del claustro no olvidaré el mejor precepto cristiano: rezar por nuestros enemigos. ¡Adiós, Gaspar!

Constanza se deslizó con premura del cenador: a paso rápido se abrió camino por el claro del bosque y se dirigió al castillo. Una vez en la soledad de su propio aposento, se entregó al brote de pesar que desgarraba su gentil corazón como si fuera una tempestad; para ella era esta aflicción lo que borraba alegrías pasadas, haciendo que el remordimiento aplazase el recuerdo de la felicidad, y uniendo el amor y la culpa imaginada en una tan terrible asociación, como cuando un tirano encadena un cuerpo vivo a un cadáver. Súbitamente, un pensamiento afloró en su mente. Al principio lo rechazó por pueril y supersticioso; pero no lo ahuyentó. A toda prisa llamó a su doncella.

-Manon -dijo-, ¿has dormido alguna vez en el lecho de santa Catalina?

-¡Que el Cielo no lo permita! -contestó Manon, persignándose-. Nadie lo hizo desde que yo nací, salvo dos personas: una se cayó al Loira y se ahogó; la otra, únicamente contempló la estrecha cama, y volvió a su casa sin decir palabra. Es un lugar atroz; y si el devoto no llevaba una vida piadosa y de provecho, ¡la calamidad acontece cuando su cabeza reposa sobre la sagrada piedra!

Constanza se persignó a su vez, añadiendo:

-En cuanto a nuestras vidas, solamente del Señor y de los benditos santos podremos esperar la virtud. ¡Dormiré en ese lecho mañana por la noche!

-¡Mi querida señora! Y el Rey llega mañana.

-Mayor razón para tomar una resolución. No es posible albergar en el corazón un sufrimiento tan intenso, sin que se encuentren remedios. Esperaba ser la que llevase la paz a nuestras casas; y si la tarea ha de ser para mí una corona de espinas, el Cielo me dirigirá. Mañana por la noche descansaré en el lecho de santa Catalina: y si, como he oído, los santos se dignan dirigir a sus devotos en sueños, ella me guiará; y, creyendo actuar según los dictados del Cielo, me resignaré a lo peor.

El Rey venía de París hacia Nantes, y durmió esa noche en un castillo, distante solamente unas pocas millas, Antes del amanecer, un joven caballero fue introducido en su cámara. Tenía un aspecto serio, o, mejor aún, triste; y aunque era hermoso de facciones y de figura, parecía fatigado y macilento Permaneció silencioso en presencia de Enrique, quien, activo y alegre, volvió sus animados ojos hacia su huésped, diciendo gentilmente:

-¿Así que tropezaste con su obstinación, no Gaspar?

-La encontré resuelta sobre nuestro mutuo sufrimiento. ¡Ay, mi señor! ¡No es, créeme, el menor de mis pesares que Constanza sacrifique su propia felicidad, destrozando la mía!

-Y ¿crees que rechazará al gallardo caballero que nosotros le presentemos?

-¡Oh, mi señor! ¡No pienso en eso! No puede ser. Mi corazón te agradece profundamente, muy profundamente, tu generosa condescendencia, Pero si no la ha podido persuadir la voz de su amante a solas, ni sus súplicas, cuando el recuerdo y la reclusión contribuyen al encanto, se resistirá incluso a las órdenes de tu majestad. Está decidida a entrar en un convento; y yo, si te place, me despediré ahora: de aquí en adelante seré un Cruzado.

-Gaspar -dijo el monarca-, conozco a la mujer mejor que tú. No es con sumisión ni con lacrimosos lamentos como se la puede conquistar. La muerte de sus parientes naturalmente sentó muy mal al corazón de la joven Condesa; y, alimentando a solas su pesadumbre y su arrepentimiento, se imagina que el propio Cielo prohíbe vuestra unión. Deja que le llegue la voz del mundo, la voz del poder y la bondad terrenales, una ordenando y la otra suplicando, pero ambas encontrando respuesta en su propio corazón; y, por mí palabra y la Santa Cruz, ella será tuya. Deja nuestro plan tranquilo. Y ahora al caballo: la mañana se agota y el sol está alto.

El Rey llegó al palacio del Obispo, y se dirigió sin dilación a la misa de la catedral. Siguió un suntuoso almuerzo, y era ya por la tarde cuando el monarca atravesó la ciudad del Loira en dirección al lugar en donde estaba situado, un poco más alto que Nantes, el Castillo de Villeneuve. La joven Condesa lo recibió en la puerta. Enrique buscó en vano sus mejillas pálidas por el sufrimiento, o el aspecto de desesperación y abatimiento que esperaba encontrar. En su lugar, sus mejillas estaban encendidas, sus modales eran animados, y su voz casi trémula. «No lo ama - pensó Enrique -o su corazón ya ha dado su consentimiento.»

Se preparó una colación para el monarca; y, después de algunas pequeñas vacilaciones a causa de la alegría de su semblante, le mencionó el nombre de Gaspar. Constanza se sonrojó en lugar de palidecer, y replicó velozmente:

-Mañana, mi buen señor. Te pido un respiro sólo hasta mañana; entonces todo estará decidido. Mañana me consagraré a Dios o...

Parecía confusa, y el Rey, a la vez sorprendido y complacido, dijo:

-Entonces no odias al joven de Vaudemont; le perdonaste la sangre enemiga que corre por sus venas.

-Nos han enseñado que debemos perdonar, que debemos amar a nuestros enemigos -replicó la Condesa, ligeramente temblorosa.

-Por san Dionisio, que es una respuesta de la novicia favorablemente acogida -dijo el Rey, riendo-. ¿Qué? ¡Mi fiel servidor, don Apolo, disfrazado! Adelántate y agradece a tu señora por su amor.

Disfrazado de manera que nadie le reconociera, el caballero había estado observando a sus espaldas, y contempló con infinita sorpresa el comportamiento y el semblante tranquilo de la dama. No pudo oír sus palabras, pero ¿era la misma que había visto temblando y sollozando la tarde anterior?, ¿la misma cuyo corazón estaba destrozado por la conflictiva pasión?, ¿la misma que vio los pálidos fantasmas de su padre y de su pariente interponerse entre ella y el amante a quien más adoraba en este mundo? Era un enigma difícil de resolver. La visita del Rey llegó al unísono con su impaciencia, y se precipitó. Estaba a sus pies, mientras ella, todavía abrumada por la pasión pese a la tranquilidad que asumía, profirió un grito al reconocerlo, y se desplomó al suelo sin sentido.

Todo era inimaginable. Incluso cuando sus doncellas la devolvieron a la vida, siguió otro ataque y luego apasionados torrentes de lágrimas. El monarca, mientras, esperaba en el vestíbulo, mirando de reojo la medio consumida colación, y tarareando algún romance en celebración de la tozudez de la mujer; no sabía cómo responder a la mirada de amarga desilusión y ansiedad de Vaudemont. Finalmente, el mayordomo de la Condesa vino con una justificación.

-La dama está enferma, muy enferma. Mañana se postrará a los pies del Rey, a la vez para solicitar su perdón y revelar su propósito.

-¡Mañana, otra vez mañana! ¿Hay previsto algún encanto para mañana, doncella? -dijo el Rey-. ¿Puedes explicarnos el enigma, preciosa? ¿Qué extraño enredo ocurrirá mañana, que todo depende de su advenimiento?

Manon se sonrojó, miró hacia abajo, y vaciló. Pero Enrique no era un novicio en el arte de atraerse con halagos a las doncellas de las damas para descubrir sus propósitos. Manon estaba además asustada por el plan de la Condesa, quien todavía se obstinaba en llevarlo adelante; así que era muy fácil inducirla a traicionarlo. Dormir en el lecho de santa Catalina, descansar en un estrecho saliente por encima de los profundos rápidos del Loira, y, si como era lo más probable, el soñador sin suerte escapaba a todo eso, soportar las inquietantes visiones que ese turbador sueño pudiera producir al dictado del Cielo, era una locura de la que, incluso Enrique, apenas podía creer capaz a ninguna mujer. Pero, ¿podía Constanza, cuya belleza era tan sumamente espiritual, y a la cual él había oído constantemente elogiar su fortaleza de ánimo y sus talentos, podía ser tan extrañamente apasionada? ¿Puede tener la pasión semejantes caprichos? Como la muerte, nivelando incluso la aristocracia de las almas, y trayendo al noble y al campesino, al listo y al tonto, bajo la misma servidumbre. Era extraño. Sí, debía salirse con la suya. Que vacilase en su decisión era excesivo; y era de esperar que santa Catalina no tuviese una mala actuación. Podría ser, de otra manera, que su intención, disuadida mediante un sueño, estuviera influenciada por pensamientos despiertos. Alguna defensa habrá que oponer al más material de los peligros.

No hay sentimiento más atroz que el que invade a un débil corazón humano, inclinado a satisfacer sus ingobernables impulsos en contradicción con los dictados de la conciencia. Está dicho que los placeres prohibidos son los más agradables; así debe ser para las naturalezas rudas, para aquellos que aman la lucha, el combate y la contienda, que encuentran la felicidad en una riña y gozan con los conflictos pasionales. Pero el gentil temple de Constanza era más suave y más dulce; y el amor y el deber contendían, abrumando y torturando su pobre corazón. Confiar su conducta a las inspiraciones de la religión, o de la superstición, si así se la puede llamar, es un bendito alivio. Los mismos peligros que amenazan su empresa le dan más sabor. Atreverse por su propio bien fue una bendición; la misma dificultad del camino que conducía al cumplimiento de sus deseos, complació su amor y, a la vez, distrajo sus pensamientos de la desesperación. Si se decretara que ella debería sacrificarlo todo, el riesgo de peligro, y aun de muerte, sería de insignificante importancia en comparación con la congoja, de la que siempre tendría su ración.

La noche amenaza tormenta; el violento viento sacudía los marcos de las ventanas, y los árboles agitaban sus descomunales y umbríos brazos, cual gigantes en fantástica danza y mortal pendencia. Constanza y Manon, sin comitiva, abandonaron el castillo por la poterna y comenzaron a descender la colina. La luna no había salido todavía; y aunque el camino le era familiar a ambas, Manon se tambaleaba y temblaba, mientras que la Condesa bajaba con paso firme la empinada pendiente, arrastrando su capa de seda. Llegaron a orillas del río, donde una pequeña barca estaba amarrada, y, esperaba un hombre. Constanza se introdujo en ella, y ayudó a su temerosa compañera, En pocos segundos estuvieron en mitad de la corriente. El cálido y tempestuoso viento equinoccial las arrastraba. Por primera vez desde que se puso de luto, un escalofrío de placer llenó el pecho de Constanza; y ella acogió la emoción con doble regocijo. No puede ser, pensó, que el Cielo me prohíba amar a alguien tan valiente, tan generoso y tan bueno como el noble Gaspar. Nunca podría amar a otro; moriré si me separan de él; y este corazón, estos miembros tan radiantemente vivos, ¿están ya predestinados a una tumba prematura? ¡Oh, no! La vida clama dentro de ellos. Viviré para amar. ¿No aman todas las cosas? Los vientos cuando susurran a las impetuosas aguas; las aguas cuando besan los márgenes floridos y se apresuran a mezclarse con el mar. El cielo y la tierra se sostienen y viven por y para el amor. Si su corazón había sido siempre un profundo, efusivo y desbordante manantial de verdaderos afectos, ¿se vería obligada Constanza a taponarlo y cerrarlo definitivamente?

Estos pensamientos prometían sueños placenteros; y quizá por eso la Ccondesa, adepta a la creencia popular en el dios ciego, se entregó a ellos con más facilidad. Pero mientras estaba absorbida por suaves emociones, Manon la agarró del brazo.

-¡Señora, mira! -gritó-. Viene, aunque todavía no se oyen los remos. ¡Ahora que la Virgen nos ampare! ¡Ojalá estuviéramos en casa!

Un oscuro bote se deslizó junto a ellas. Cuatro remeros, cubiertos con capas negras, manejaban los remos, que, como dijo Manon, no hacían ruido; otro iba sentado junto al timón: como el resto, iba cubierto con un manto oscuro, pero no llevaba gorra; y aunque ocultó su rostro, Constanza reconoció a su amante.

-Gaspar -gritó en voz alta-. ¿Vives todavía?

Pero la figura del bote ni volvía la cabeza ni contestó, y rápidamente se perdió en las sombrías aguas.

¡Cómo cambió ahora el ensueño de la bella Condesa! El Cielo había iniciado ya su prodigio, y formas sobrenaturales la rodeaban, mientras forzaba la vista por entre las tinieblas. Primero vio, y luego perdió, a la barca que la había asustado; y le pareció que iba en ella otra persona, portadora de los espíritus de los muertos; y su padre le hacía señales desde la orilla, y sus hermanos la desaprobaban.

Mientras tanto se acercaron al embarcadero. Su barca fue amarrada en una pequeña ensenada, y Constanza tomó pie en la orilla. Temblaba, y casi se rindió a los ruegos de Manon por su regreso; hasta que la indiscreta suivanté mencionó los nombres del Rey y de Vaudemont, y habló de la respuesta que mañana se les daría. ¿Qué respuesta si ella se volvía atrás en su intento?

Constanza corrió a lo largo del quebrado terreno que bordeaba el río hasta llegar a una colina que abruptamente surgía de. la corriente. Cerca había una pequeña capilla. Con dedos temblorosos, la Condesa extrajo la llave y abrió la puerta. Entraron. Estaba a oscuras, salvo una pequeña lámpara, tremulante al viento, que ofrecía una incierta luz frente a la imagen de santa Catalina. Las dos mujeres se arrodillaron y oraron; luego, se levantaron y la Condesa, con acento complaciente, dio las buenas noches a su doncella. Luego abrió una pequeña y baja puerta de acero. Conducía a una angosta caverna. Más allá se oía el rugido de las aguas.

-No debes seguirme, mí pobre Manon -dijo Constanza-. Ni siquiera con el deseo: es una aventura para mí sola.

Fue extremadamente difícil dejar sola en la capilla a la temblorosa sirvienta, que no tenía esperanza, ni miedo, ni amor, ni pena que la entretuviera. Pero en aquellos días los escuderos y las criadas hacían, a menudo, de subalternos en el ejército, ganando golpes en lugar de fama. A su lado, Manon estaba segura en un recinto sagrado. Mientras tanto, la Condesa seguía su camino a tientas en la oscuridad por el estrecho y tortuoso pasadizo. Finalmente, lo que parecía una luz oscureció por largo tiempo el juicio que se había manifestado en ella. Alcanzó una caverna abierta en la pendiente de la colina mirando hacia la impetuosa corriente de abajo. Contempló la noche. Las aguas del Loira se daban prisa (como desde ese día se han apresurado siempre), cambiantes pero siempre lo mismo; los cielos estaban densamente velados por nubes, y el viento en los árboles era tan lúgubre y de tan mal agüero como si soplara alrededor de la tumba de un asesino. Constanza se estremeció un poco, y miró por encima de su lecho, una estrecha repisa de tierra y una musgosa piedra al borde mismo del precipicio. Se quitó el manto (era una de las condiciones del prodigio); inclinó la cabeza, y se soltó las trenzas de su cabello oscuro; se descalzó; y así, completamente preparada para sufrir a lo sumo la escalofriante influencia de la fría noche, se extendió a lo largo sobre la estrecha cama, que apenas le proporcionaba espacio para el descanso, y por tanto, si se movía en sueños, podía precipitarse a las frías aguas de abajo.

Al principio creyó que ya nunca más volvería a dormirse. No sería muy extraño que la exposición al soplo del viento y su peligrosa posición le impidieran cerrar los párpados. Por fin, cayó en una ensoñación tan delicada y sosegante, que deseó velar; y luego, sus sentidos se aturdieron gradualmente. Estaba en el lecho de santa Catalina; el Loira se precipitaba debajo, y el salvaje viento arrasaba. ¿Qué tipo de sueños le enviaría la santa? ¿La conduciría a la desesperación o le ofrecería su amparo para siempre?

Bajo la escarpada colina, sobre la oscura corriente, vigilaba otra persona, que temía a un millar de cosas y apenas se atrevía a tener esperanza. Su intención había sido preceder a la dama en su trayecto, pero cuando descubrió que se había demorado demasiado tiempo, con los remos silenciados y jadeante premura, se precipitó hacia la barca que contenía a su Constanza; y ni siquiera volvió la cabeza a su llamada, temeroso de incurrir en culpa ante ella, así como de sus órdenes de regresar. La había visto surgir del corredor, y se estremeció cuando ella se arrimó al precipicio. La vio seguir adelante, vestida de blanco como iba, y pudo advertir cómo se tumbaba en la repisa que sobresalía arriba. ¡Qué vigilia guardaron los amantes! Ella, entregada a pensamientos visionarios; y él, sabiendo -y el conocimiento conmovía su corazón con extraña emoción- que el amor, el amor por él, la había conducido a ese peligroso lecho; y que, mientras la rodeaban peligros del tipo que fueran, ella sólo vivía para la vocecita callada que susurraría a su corazón el sueño que iba a decidir su destino. Quizá ella durmiese, pero él veló y vigiló; y pasó la noche ora rezando, ora arrebatado por la esperanza y el miedo alternativamente, sentado en su, bote, con los ojos fijos en la vestidura blanca de la durmiente de arriba.

La mañana. ¿Está la mañana forcejeando con las nubes? ¿Vendrá la mañana a despertarla? ¿Se habrá dormido? Y ¿qué sueños de bienestar o de infortunio habrán poblado su dormir? Gaspar se impacientaba cada vez más. Ordenó a sus remeros que continuaran esperando, y él se arrojó al agua, intentando escalar el precipicio. En vano le advirtieron del peligro, y más aún, de la imposibilidad del empeño. Se pegó a la abrupta faz de la colina, y encontró puntos de apoyo donde parecía que no había. La ascensión no era, verdaderamente, muy elevada; los peligros de la cama de santa Catalina provienen de la posibilidad que tiene cualquiera que duerma en un lecho tan estrecho, de precipitarse a las aguas de abajo. Gaspar continuó afanándose en la ascensión de la pendiente, y finalmente alcanzó las raíces de un árbol que crecía cerca de la cima. Ayudado por sus ramas, consiguió posarse en el mismo borde de la repisa, cerca de la almohada sobre la que yacía la descubierta cabeza de su amada. Sus manos estaban recogidas sobre el pecho; su cabello oscuro le caía alrededor de la garganta y soportaba su mejilla; su rostro estaba sereno: dormía con toda su inocencia y todo su desamparo; sus más frenéticas emociones estaban silenciadas, y su corazón palpitaba regularmente. Podía verle latir por la elevación de sus hermosas manos cruzadas sobre él. Ninguna estatua labrada en mármol de efigie monumental fue nunca la mitad de hermosa; y dentro de esta incomparable forma moraba un alma verdadera, tierna, sacrificada y afectuosa, como jamás templó pecho humano.

¡Con qué profunda pasión miraba fijamente Gaspar, concibiendo esperanzas de la placidez de su angelical semblante! Una sonrisa ceñía sus labios; y él también sonrió involuntariamente al percibir el feliz presagio. Súbitamente, sus mejillas se encendieron, su pecho palpitó, una lágrima se escabulló de sus oscuras pestañas, y entonces cayó un verdadero aguacero.

-¡No! -comenzó a gritar Constanza-. ¡No morirá! ¡Desataré sus cadenas! ¡Lo salvaré!

La mano de Gaspar estaba allí. Cogió su ligera figura a punto de caerse de su peligroso lecho. Constanza abrió los ojos y contempló a su amante, que había velado su fatal sueño, y la había salvado.

Manon también durmió bien, soñando o no poco importa, y se sobrecogió por la mañana al descubrir que había despertado rodeada por una multitud. La pequeña y lúgubre capilla estaba adornada con tapices; el altar tenía cálices de oro; el sacerdote cantaba misa a una considerable formación de caballeros arrodillados. Manon vio que el rey Enrique estaba también; y buscó con la mirada a otro, que no pudo encontrar, cuando la puerta de acero del corredor de la caverna se abrió, y salió de él Gaspar de Vaudemont, delante de la hermosa Constanza, que, con sus ropas blancas y su oscuro cabello desgreñado, y un rostro en el que sonrisas y rubores contendían con emociones más profundas, se acercó al altar, y, arrodillándose con su amante, profirió los votos que los unirían para siempre.

Pasó mucho tiempo hasta que Gaspar consiguiera de su dama el secreto de su sueño. Pese a la felicidad de que ahora gozaba, Constanza había sufrido mucho al recordar con terror aquellos días en que pensó que el amor era un crimen, y que cada suceso conectado con ellos mostraba un aspecto atroz.

-Muchas visiones -dijo- tuvo ella aquella terrible noche. Vio en el Paraíso a los espíritus de su padre y de sus hermanos; contempló a Gaspar combatiendo victoriosamente entre los infieles; lo volvió a contemplar en la corte del rey Enrique, querido y favorecido; y a ella misma, ora lánguida en un claustro, ora de novia, ora agradecida al Cielo por haberla colmado de felicidad, ora llorando en sus días tristes, hasta que, súbitamente, pensó en tierra pagana; y a la misma santa, santa Catalina, guiándola invisible a través de la ciudad de los infieles. Entró en un palacio y contempló a los herejes celebrando su victoria. Luego, descendiendo a las mazmorras de abajo, tantearon su camino a través de húmedas bóvedas, y corredores bajos y enmohecidos, hasta una celda más oscura y espantosa que el resto. Sobre el suelo yacía una forma humana vestida con sucios harapos, el pelo en desorden y una barba salvaje y enmarañada. Sus mejillas estaban consumidas; sus ojos habían perdido el brillo; su figura era un simple esqueleto; sus descarnados huesos pendían flojamente de unas cadenas

-Y ¿fue mi aspecto en aquella atractiva situación, y mi vestimenta victoriosa lo que ablandó el duro corazón de Constanza? -preguntó Gaspar, sonriendo por esta pintura de lo que nunca será.

-De veras -replicó Constanza-. Pues mi corazón me susurró que debía hacer eso. ¿Quién podría hacer volver la vida que mengua en tu pulso, restaurarla, sino la persona que la destruyó? Mi corazón nunca se apasionó tanto con el caballero, cuando estaba vivo y feliz, como lo hizo con su consumida imagen yaciendo, en sus visiones nocturnas, a mis pies. Un velo cayó de mis ojos, la oscuridad se desvaneció ante mí. Me pareció entonces que sabía por vez primera lo que era la vida y la muerte. Me ordenaron creer que una vida feliz consistía en no ofender a los muertos; y sentí cuán inicua y cuán vana era esa falsa filosofía que colocaba a la virtud y al bien al lado del odio y la crueldad. Tú no morirías; rompería tus cadenas y te liberaría, y te ofrecería una vida consagrada al amor. Me precipité, y la muerte que desaprobaba en ti, presumiblemente habría sido mía (justo cuando por vez primera sentía el verdadero valor de la vida), pero tu brazo estaba allí para salvarme, y tu querida voz para rogarme que sea feliz por siempre jamás.

viernes, febrero 15, 2008

Los molinos de tu mente

The windmills of your mind - Michel Legrand



Unos círculos - Wassily Kandinsky

Round,
Like a circle in a spiral
Like a wheel within a wheel
Never ending or beginning
On an ever-spinning reel
Like a snowball down a mountain
Or a carnival balloon
Like a carousel that's turning
Running rings around the moon
Like a clock whose hands are sweeping
Past the minutes on its face
And the world is like an apple
Spinning silently in space
Like the circles that you find
In the windmills of your mind
Like a tunnel that you follow
To a tunnel of its own
Down a hollow to a cavern
Where the sun has never shone
Like a door that keeps revolving
In a half-forgotten dream
Like the ripples from a pebble
Someone tosses in a stream
Like a clock whose hands are sweeping
Past the minutes on its face
And the world is like an apple
Spinning silently in space
Like the circles that you find
In the windmills of your mind
Keys that jingle in your pocket
Words that jangle in your head
Why did summer go so quickly?
Was it something that I said?
Lovers walk along a shore
And leave their footprints in the sand
Was the sound of distant drumming
Just the fingers of your hand?
Pictures hanging in a hallway
Or the fragment of a song
Half-remembered names and faces
but to whom do they belong?
When you knew that it was over
Were you suddenly aware
That the autumn leaves were turning
To the colour of her hair?
Like a circle in a spiral
Like a wheel within a wheel
Never ending or beginning
On an ever-spinning reel
As the images unwind
Like the circles that you find
In the windmills of your mind



Música Michel Legrand Intérprete Noel Harrison

martes, febrero 05, 2008

Un árbol de noche

Truman Capote


Sandpipers - Sally Swatland



Fue poco después de esto cuando Miss Bobbit vino a visitarnos. Llegó un domingo; yo estaba solo en casa porque la familia había ido a la iglesia.

-Los olores de la iglesia son tan desagradables -dijo, inclinándose con las manos recogidas delicadamente-.

No vaya a creer que soy pagana, Mr. C.; he tenido suficientes experiencias para saber que hay un Dios y que hay un diablo; pero al diablo no se le amansa yendo a la iglesia a que nos digan lo pecador, estúpido y malvado que es. No, hay que amar al diablo como se ama a Jesús; es muy poderoso y si uno confía en él te devuelve el favor. Ya me ha hecho algunos, en la escuela de baile en Memphis... siempre le pido al diablo que me consiga el primer papel en la función anual. Es puro sentido común; Jesús no se molestaría en ayudarme en un baile. Por cierto, hace poco invoqué al diablo; no es que yo considere que vivo aquí, no exactamente, siempre pienso en otro sitio, en un sitio donde no hay más que el baile, donde toda la gente baila por la calle y todo es tan hermoso como los niños en sus compleaños. Mi adorable papá dijo que yo vivía en las nubes, pero si él hubiera vivido más en las nubes ya sería tan rico como quería ser. El problema de mi papá era que no amaba al diablo, dejaba que el diablo le amara a él. Pero yo lo tengo muy claro; sé que con frecuencia la segunda opción resulta ser la mejor. Para nosotros la segunda opción era mudarnos a este pueblo, y como aquí no puedo empezar mi carrera, la segunda opción para mí es iniciar un negocio paralelo. Y eso acabo de hacer. Soy agente exclusiva de suscripción del más impresionante catálogo de revistas, incluyendo Reader´s Digest, Popular Mechanics, Dime Detective y Child´s life. Para ser sincera, Mr. C., no he venido aquí a venderle nada. Sucede que tengo una idea; se me ha ocurrido que esos dos chicos que no salen de aquí... después de todo son hombres, ¿no?... ¿cree que podrían ser mis ayudantes?

Billy Bob y Preacher trabajaron de firme para Miss Bobbit, y también para la Hermana Rosalba, representante de una línea de cosméticos llamada Gota de rocío. El trabajo consistía en repartir las compras a los clientes. Por la noche Billy Bob estaba tan cansado que apenas si podía masticar la cena. Tía El decía que era una vergüenza y una lástima, y finalmente un día en que Billy Bob regresó con media insolación dijo, se acabó, Billy Bob no volverá a trabajar con Miss Bobbit. Pero Billy Bob empezó a insultarla y no paró hasta que su papá lo encerró en su cuarto y él dijo que se iba a suicidar. Una cocinera que tuvimos le había dicho que un plato de col revuelta con melaza era tan mortal como un disparo. Y eso fue lo que comió. Me muero, decía, revolviéndose a un lado y otro de la cama, me muero y a nadie le importa.

Miss Bobbit fue a verlo y le dijo que se estuviera quieto.

-No te pasa nada, muchacho. No tienes más que un dolor de estómago.

Entonces hizo algo que alarmó a tía El: le levantó las mantas a Billy Bob y le dio una friega de alcohol de pies a cabeza. Cuando tía El le dijo que no creía que fuera una cosa apropiada para una muchachita, respondió:

- No sé si es apropiada o no, pero sin duda es muy refrescante.

(De "Niños en sus cumpleaños")



John Williams - The feather
Esto no es un blog al uso, sólo un rincón donde pongo lo que más me gusta, para disfrute propio. Es público porque tal vez en algún momento alguien necesite un texto, una imagen, una canción. Si es así, habrá servido de algo.

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