domingo, febrero 25, 2007

Al-Hem


Un día Al-Hem tuvo que aceptar el compromiso de dar un discurso a todos los asnos de la aldea.

Llegó el momento y Al-Hem se presentó ante todos y les dijo "Hermanos, creo que lo que más puede llamar nuestra atención es el mundo de los humanos y por esto deseo hablar sobre ello".

Todos aceptaron con la cabeza y se levantó una honda expectación ya que Al-Hem tenía fama de ser un profundo conocedor de los asuntos humanos.

Al-Hem elevando la voz decía: "Y ahora, más que dar un discurso clásico sería mi deseo contestar una a una vuestras preguntas sobre este tema. Esto lo considero más adecuado y más provechoso".

También esto fue aceptado por todos con rebuznos de júbilo pues últimamente vien sabían que eran muy pocos los que llegaban hasta la mediación de un discurso sin cabecear sospechosamente.

Tomó la palabra un asno tan viejo que no se acordaba de su edad, y levantando una pata pidió silencio y después dijo:

"Amado Al-Hem todos sabemos de tu sabiduría, por ello te pregunto algo cuya incógnita llena mis días de vela y mis noches de sueño. Dime ¿adónde van los humanos?".

Y Al-Hem se sentó y guardó silencio un momento, apoyando su cabeza sobre una pata. Despúes dijo:

"Tal vez si fueses observador, querido Al-Amén, sabrías que van donde va un molinillo de viento".

Mientras Al-Amén rumiaba la respuesta que le había cogido de improviso y lo dejó mudo, otro aprovechó y dijo:

"Al-hem, ¿crees que algún día seremos autónomos y estaremos libres de la esclavitud a la que nos inducen los humanos?"

Al-Hem le contestó: "Qué te hace pensar que no son los humanos los esclavos de nosotros? Has de saber querido amigo que el esclavo es aquel que se crea una necesidad. En cuanto a ser autónomo, ¿Qué te imppide serlo? ¿Puede algún humano manipular tu mundo interior?"

Mientras éste guardaba silencio y meditaba sobre la respuesta otro asno dijo: "Al-Hem, nuestro hermano más despierto, dinos: ¿Por qué nos tratan con tanta crueldad los humanos?"

Y Al-Hem le contestó: "No conocen otra forma de amarnos".

Un asno joven aún le dijo: "Maestro Al-Hem dime, ¿Qué he de hacer para llegar a ser un buen asno a los ojos de los hombres?"

Y Al-Hem le respondió: "Si tratas de hacer otras cosas diferentes de las que tú haces para ser bueno a sus ojos, aprenderás a ser hipócrita, y llegará el día en que se convierta en un verdadero martirio para ti mantener tu reputación".

Otro le preguntó: "Háblanos un poco del mundo de los humanos, tú que tanto te interesas por ellos".

Y Al-Hem le respondió: "Ver su mundo, es como ver una tragicomedia contínua. Las lágrimas asoman a sus mejillas tan pronto como la risa. El nuestro, creedme que es mucho más sencillo.

Cuando se levantan no saben a dónde van y cuando se acuestan, apenas si saben de dónde vienen. Cuando hablan con sus semejantes no son ellos mismos, ni lo son cuando se hablan a ellos. Todo su afán está en ocultar sus sentimientos. Todo su afán está en saber fingir mejor. Por lo general consideran más sabio entre ellos a aquel que sabe darle a cada uno su mentira.

Cuando se montan en uno de nosotros se sienten su señor, pero no más llegan a sus casas, son mandados por sus mujeres.

Hay algunos, muy pocos, que miran de vez en cuando a las estrellas y sueñan. La mayoría sólo miran las piedras del camino y lo maldicen mil veces aunque dicen adorar a un Dios.

Se aprovechan de los débiles porque aún no han aprendido que la debilidad es una fuerza. No distinguen a los humildes de los sumisos, ni a los maestros de los charlatanes.

Quieren esclavizarlo todo para sentirse señores de su esclavitud interior. ¡Pobres ingenuos!, juegan con las leyes de la Santa Naturaleza sin saber que es como el fuego que los alimenta.

Tan sólo he encontrado entre todos ellos a uno que quizás pudiera ser llamado hombre, según las normas de nuestros antepasados: Al-Ahim.

El me esclavizó cuando me dejó libre, porque soy yo el que deseo servirle. Un día me dijo después de comprarme en el mercado: "Te llamarás Al-Hem y desde hoy no llevarás todo el arreo que llevan los demás burros, ni llevarás riendas. Cuando yo monte sobre ti iré donde tú me lleves no donde yo te diga.

El día en que sin decirnos nada tú me lleves donde yo deseo ir, siento también tu deseo, ese día seremos uno.

El conoce mis pensamientos como yo conozco los suyos y hablamos.

"¿Quién otro humano conocéis que monte un asno sin riendas y no se altere si va en la dirección contraria a la que él desea? ¿Quién no toma la vara para acelerarnos el paso cuando tiene prisa?".

Tan sólo a Al-Ahim conozco que no haga estas y muchas otras cosas. ¿Y sabéis cuál es el secreto?".

Todos quedaron expectantes y un profundo deseo se veía en sus ojos porque pronto Al-Hem se lo revelara.

Al-Hem dijo: "En cierta ocasión, hablando con Al-Ahim de la vida, me dijo: Las circunstancias son como un asno sobre el que montamos y al igual que ellas, a ti no puedo ponerte riendas".


Cayetano Arroyo - Yo soy cuando comprendo

jueves, febrero 22, 2007

Mi tío Simbad

Por las noches llegaban los marineros, no sé de dónde. Yo me imaginaba que venían de la misma noche, de su interior, de la propia oscuridad del mar. Llegaban con olor a alquitrán, como si en vez de venir del mar vinieran de ponerle el asfalto a la calle Eugenio Gross. También iban vestidos igual que aquellos obreros que Luisito Sanjuán y yo veíamos en el recreo, ellos metidos en medio de una humareda blanca, conduciendo una apisonadora con muchos espasmos, y nosotros en el borde de la acera, primero comiéndonos la viena del desayuno y luego con las manos en los bolsillos, hipnotizados, tirando cada uno por su cuenta alguna cosa al paso de la apisonadora –yo un escarabajo, Luisito una chapa de botella- y dejando que pasaran primero los minutos, luego las horas, sin ni siquiera mirarnos. Nos mirábamos al cabo de mucho rato cuando ya habían cerrado la puerta del colegio y casi había llegado la hora de comer. Uno de los dos señalaba la esquina de la calle con la sien, y entonces, mientras andábamos juntos el tramo que nos llevaba a nuestras casas, era cuando hacíamos algún comentario sobre el trabajo de asfaltado o la apisonadora, pero en realidad pensando que esa tarde tendríamos que volver al colegio y que allí nos esperaría la crueldad de doña Carmen y no se sabe cuántas horas de rodillas delante de su escritorio. También hablábamos de Conchi Canca, del ruido que haría cuando la apisonadora pasara por encima de ella. Luisito se santiguaba a la par que se reía. Luisito Sanjuán tenía un cauny y llamaba operarios a los hombres del alquitrán.

Con un cauny de diecisiete rubíes en la muñeca a mí no me habría importado estar medio siglo de rodillas, mirando el movimiento de las agujas, midiendo el tiempo. Lo malo era no saber, estar a la deriva, con el tiempo amontonado y sin poder dividirlo, ni restarlo ni sumarlo, como cuando llegaban los barcos y yo me tenía que quedar allí en los sacos del pan duro, viendo cómo mi padre y mi madre despachaban a esos hombres que olían como los hombres de Eugenio Gross y que iban vestidos igual que ellos, sólo que a veces los marineros llevaban unas botas de goma muy altas, gastadas, como de pirata pobre. Cuando llegaban los barcos no cerraban la tienda hasta las once, las doce o la una de la noche, y yo me quedaba allí, sentado en los sacos porque me daba miedo acostarme en la cama del cuartillo, donde mi padre dormía después de comer y se oían voces por la ventana que había casi pegada al techo y por la que además de las voces entraba una luz llena de temblores que sacaba muchas sombras y muchos monstruos de las paredes.

Así que me quedaba viendo ese trasiego de gente en busca de comida y a mi madre y a mi padre andando al otro lado del mostrador, por encima del crujido de las tablas que tenían puestas en el suelo, para parecer más altos, o para mirar que no les robaran o para no sé qué. Algunas noches estaba la Perrilla de Antonio, y me ponía a tirarle trozos de pan duro sin que mi padre me viese, o a correr con ella por la plaza, o a rascarle la barriga nada más. Pero una perra no es como un cauny, y llegaba un momento que era como si el cauny se parase, y ya no te daban más ganas de tirar pan ni de correr, y entonces no tenía más remedio que quedarme mirándome los pies de los marinero, por si alguno tenía botas de goma o un pincho, como el que una noche llevaba uno, un pincho retorcido como una eses y muy limpio colgando del cinturón, que me dijo que era para coger pulpos gigantes cuando el barco estaba en el muelle. Tenía cara de guasa, pero el pincho era de verdad.

El que me dijo lo de mi tío Simbad tenía la cara muy seria y era muy joven. Al verlo pensé que yo podría ser él, y él yo, uno subido en los sacos esperando para irse a su casa y el otro comprando comida para llevársela camino de la oscuridad del mar. Pensé que yo podría ser él cuando me preguntó si yo iba a ser marinero. Tenía un diente roto, mellado, pero los ojos como si fuera un marqués, de color verde y con las pestañas muy peinadas. Le dije que no, que yo ya tenía un tío marinero, marinero de verdad, que vivía en Cádiz y que era patrón de un barco que iba a América y a China y a todo el mundo, pero sin pescar, con un traje con galones y una gorra blanca. Y le miré los pantalones gastados y los zapatos de lona con un boquete. El enseñó la mella todavía más, así, moviendo la cabeza para abajo y para arriba y preguntando, Ah sí, en Cádiz, y cómo se llama tu tío. Y cuando le dije el nombre él me contestó que lo conocía, Sí, uno que le dicen Popeye. Le dije que no, y aunque pensé que se había confundido, o que me quería engañar, por llevar aquellos pantalones y aquellos zapatos, por habérselos mirado yo tan despacio, volví la cara a mi padre, deseando ver la señal que me hacía cuando ya quedaba poca gente y yo iba al cajón de los hierros y se los llevaba para que él empezara a atrancar las puertas. Pero mi padre estaba de espaldas, atendiendo a toda esa gente que todavía tenía delante.

Sí, hombre, sí, le dicen Popeye, y volvió a repetir los apellidos de mi tío. Pensé en mi hermana, que de decía Simbad a mi tío. Mi tío Simbad, decía siempre. Así que va a América, y por todo el mundo, de patrón, comentaba muy serio el mellado, y siguió, sí, Popeye, que tiene le pelo blanco, rizado así, como con olas y peinado para atrás, y la voz, sí, la voz de marinero de verdad, muy honda, fuerte y se ríe enseñando las muelas de oro, dando palmadas. Yo doblé la cabeza, sin querer confirmar aquellos datos que eran verdad, y las palabras se me fueron de la boca, se me escaparon. Pero no le dicen Popeye. A lo mejor no se lo dices tú, pero en el Balneario se lo dice todo el mundo. Popeye, será por las mentiras que echa, por los cuentos que se inventa. El pan duro se me hincaba por todos lados. Gaya, tú sabes que éste es sobrino del Popeye, el de la caleta, de Cádiz, le dijo el mellado a un hombre que pasaba mirando desde fuera del mostrador las etiquetas de las latas de conserva con ojos de miope. Pero el otro no dijo nada, me miró como si yo fuera una lata más, una lata que no le gustaba, y siguió dando pasos cortos, señalándole a mi padre lo que quería. Ha estado en la Costa de la Muerte, en Panamá, en todos los puertos de Yugoslavia, y a mí me ha enseñado el nombre de todos los nudos, y luego me va a enseñar a hacerlos, cuando sea más mayor.

Se le torció la boca al mellado, mirándome, como si yo le diera lástima pero sin dejar de sonreír. Levantó el pie y puso el zapato con el boquete al lado de mi pierna, encima del saco de pan. Se ató despacio los cordones y después, ya con el piel en el suelo, me dijo, Lo que sí es verdad es que siempre va vestido de blanco, el dueño del merendero es así y le gusta tener al personal bien vestido, aunque sea para mover los hidropedales, aunque sea para hacer lo que hace tu tío, que es dar las llaves de las casetas. Ese es otro, le dije yo, ese es otro, el Popeye. Sí, otro, me dijo ya de espaldas el mellado, y yo le vi otra vez los pantalones gastados, y los zapatos, y vi que yo iba a ser él, con otra voz, con otros ojos, pero él. Miré para la plaza que estaba oscura, por si venía la Perrilla, o Antonio, o alguien, pero sólo estaban las luces, las paredes solas, con los boquetes de las sombras. Y aquella noche, andando camino de mi casa, algo de mi madre y de mi padre, pensé en Luisito Sanjuán y en su cauny, y en que muy pronto acabarían de asfaltar Eugenio Gross.


Antonio Soler


miércoles, febrero 21, 2007

James Cushat-Prinkly era un joven que siempre había abrigado la firme convicción de que un día de estos iba a casarse; y hasta los treinta y cuatro años de edad no había hecho nada para justificarla. Quería y admiraba a un gran número de mujeres, en conjunto y desapasionadamente, sin dedicar a una en particular ninguna consideración matrimonial, lo mismo que uno puede admirar los Alpes sin por ello querer ser dueño de un pico en concreto. Su falta de iniciativa a este respecto despertaba cierto grado de impaciencia entre las mujeres románticas del círculo hogareño. Su madre, sus hermanas, una tía que vivía con ellos y dos o tres comadres íntimas contemplaban su moroso acercamiento al estado conyugal con una desaprobación que harto distaba de ser muda. Sus coqueteos más inocentes eran vigilados con la intensa avidez con que un grupo de foxterriers escrutaría los más leves movimientos de un ser humano que diera razonables indicios de poder sacarlos a pasear. Ningún mortal de corazón decente resiste durante mucho tiempo las súplicas de varios pares de ojos perrunos anhelantes de un paseo; James Cushat-Prinkly no era tan terco o indiferente a las influencias caseras como para hacer caso omiso del deseo expreso de su familia de que se enamorara de alguna chica agradable y casadera; y cuando su tío Jules abandonó esta vida y le legó una no muy modesta herencia, de veras pareció que lo correcto sería acometer la empresa de descubrir a alguien con quien compartirla. Llevaba adelante este proceso de descubrimiento más por la fuerza del peso y las sugerencias de la opinión pública que por iniciativa propia. La clara mayoría de sus parientas y las ya mencionadas comadres habían escogido a Joan Sebastable como la joven más idónea de su grupo social para que él le propusiera matrimonio; y James se fue acostumbrando a la idea de que Joan y él pasarían juntos por las etapas obligatorias de las felicitaciones, los regalos, los hoteles noruegos o mediterráneos y la ulterior vida doméstica. Empero, había necesidad de preguntarle a la dama su opinión al respecto. Hasta la fecha la familia había manejado y dirigido el galanteo con habilidad y discreción, pero la propuesta en sí tendría que ser un esfuerzo individual.

Cushat-Prinkly cruzaba por Hyde Park con dirección a la residencia de los Sebastable en un estado de ánimo de moderada complacencia. Ya que había que hacerlo, le alegraba saber que iba a salir de ello esa misma tarde. Proponer matrimonio, incluso a una muchacha tan agradable como Joan, era un asunto más bien molesto; pero no se podía pasar una luna de miel en Menorca y después toda una vida de felicidad conyugal sin cumplir con este requisito. Se preguntaba cómo sería en realidad Menorca en cuanto sitio de visita; se la imaginaba como una isla en perpetuo medio luto, con gallinas de Menorca blancas y negras correteando por todas partes. Quizás no tendría nada de eso vista de cerca. Personas que habían estado en Rusia le habían contado que no recordaban haber visto allí patos de Moscú, así que a lo mejor no había gallinas de Menorca en esa isla.

Sus reflexiones mediterráneas fueron interrumpidas por la campana de un reloj al dar la media hora. Las cuatro y media. Frunció el entrecejo en señal de disgusto. Llegaría a la mansión de los Sebastable a la hora precisa del té. Joan estaría sentada frente a una mesa baja y tendida con una variedad de teteras de plata, jarritas de crema y delicadas tacitas de porcelana, detrás de las cuales surgiría el agradable campanilleo de su voz en una serie de preguntas intrascendentes sobre el té fuerte o claro; cuánta, si acaso, azúcar, leche o crema; y así sucesivamente. "¿Es un terrón? Lo he olvidado. Le gusta con leche, ¿verdad? ¿Desearía más agua caliente, si le quedó muy fuerte?"

Cushat-Prinkly había leído de estas cosas en cantidades de novelas; y en cientos de experiencias reales había comprobado que se ajustaban a la verdad. Millares de mujeres, a esta hora solemne de la tarde, recibían en medio de exquisitos cubiertos de plata y porcelana, mientras sus agradables voces tintineaban en un chorro de preguntas intrascendentes y solícitas. Cushat-Prinkly detestaba todo aquel engranaje del té de la tarde. Según su teoría de la vida, toda mujer debía tenderse en un diván o en un sofá, hablar con seducción incomparable o contemplar pensamientos indecibles, o podía limitarse a estar callada como un objeto para ser contemplado; y, descorriendo una cortina de seda, un pajecito egipcio debía traer en silencio una bandeja cargada de tazas y golosinas, que serían aceptadas sin palabras, así como así, sin tanta cháchara acerca de la crema, el azúcar y el agua caliente. Si de veras el alma de uno estaba encadenada a los pies de la amada, ¿cómo era posible hablar juiciosamente de té aguado? Cushat-Prinkly nunca había expresado sus opiniones sobre el tema a su madre; ella estaba acostumbrada a toda una vida de trinar agradablemente a la hora del té, detrás de primorosos objetos de plata y porcelana, y si le hubiera hablado de divanes y pajecitos egipcios, le habría recomendado pasar una semana de vacaciones en la costa. Y fue así como, mientras atravesaba una maraña de callejuelas que conducían indirectamente a la elegante alameda de Mayfair que era su destino, el pavor de enfrentarse a Joan Sebastable en su mesa de té se apoderó de él. Se le ofreció una salvación pasajera: en un piso de una casita angosta del lado más ruidoso de la calle Esquimaut vivía Rhoda Ellam, una especie de prima lejana que se ganaba la vida fabricando sombreros con materiales muy costosos. Los sombreros de veras parecían venidos de París; pero los cheques que recibía por ellos no parecían, por desgracia, destinados a viajar a París. Así y todo, Rhoda daba la impresión de encontrar divertida la vida y de pasarla bastante bien pese a las estrecheces. Cushat-Prinkly decidió subir a su piso y aplazar una media hora el importante asunto que tenía entre manos. Si prolongaba la visita podía arreglárselas para llegar a la mansión de los Sebastable después de que la última pieza de fina porcelana hubiera sido levantada.

Rhoda lo invitó a pasar a un cuarto que parecía servir de taller, sala y cocina, y que era tan admirablemente pulcro como cómodo.

-Me estaba preparando un bocadillo -anunció ella-. Hay caviar en el pote que tienes a tu lado.Empieza con ese pan moreno con mantequilla mientras corto un poco más. Búscate una taza; la tetera está detrás de ti. Y ahora cuéntame montones de cosas.

No volvió a referirse a la comida, sino que echó a hablar en forma amena e hizo charlar del mismo modo al visitante. Mientras tanto, cortó el pan con magistral destreza y sacó pimienta roja y rodajas de limón, cuando tantas otras mujeres sólo habrían sacado excusas y razones por no tener estos aditamentos. Cushat-Prinkly descubrió que estaba disfrutando de un excelente té sin tener que contestar tantas preguntas como las que tendría que absolver un ministro de agricultura durante una epidemia de peste bovina.

-Y ahora dime por qué has venido a verme -dijo de pronto Rhoda-. No sólo despiertas mi curiosidad, sino también mi instinto comercial. Espero que hayas venido por lo de los sombreros.Me enteré de que el otro día recibiste una herencia y, claro, se te ocurrió que sería un gesto muy hermoso y conveniente de tu parte celebrar el suceso comprándoles unos sombreros despampanantemente caros a todas tus hermanas. Puede que no te lo hayan mencionado, pero estoy segura de que la misma idea se les ocurrió a ellas. Desde luego, con las ferias hípicas encima, estoy con el agua al cuello; pero en mi profesión estamos enseñadas a eso: vivimos con el agua al cuello... como Moisés niño.

-No vine por lo de los sombreros -dijo el visitante-. En realidad, no creo haber venido por nada tan especial. Pasaba por aquí y se me ocurrió entrar a visitarte. Sin embargo, ahora que hemos estado conversando se me ha venido a la cabeza una idea bastante importante. Si te olvidas de las ferias por un momento y me prestas atención, te contaré qué es.

Unos cuarenta minutos después James Cushat-Prinkly regresó al seno de su familia con un importante anuncio:

-Estoy comprometido en matrimonio.

La noticia fue recibida con una arrebatada explosión de felicitaciones y autocomplacencias.

-¡Ah, ya lo sabíamos! ¡Lo veíamos venir! ¡Lo predijimos hace semanas!

-Apuesto a que no -dijo Cushat-Prinkly-. Si alguna de ustedes me hubiera dicho hoy al mediodía que yo iba a pedirle a Rhoda Ellam que se casara conmigo y que ella me iba a aceptar, me habría reído de semejante idea.

La precipitación romántica de aquella aventura compensó en algo la despiadada negación de los pacientes esfuerzos y hábiles intrigas llevadas a cabo por las mujeres que rodeaban a James. Les costó bastante tener que desviar, sin previo aviso, su entusiasmo por Joan Sebastable a Rhoda Ellam; pero, después de todo, se trataba de la futura esposa de James; y los gustos de él tenían cierto derecho a ser tomados en cuenta.

Una tarde de septiembre de aquel año, pasada ya la luna de miel en Menorca, Cushat-Prinkly entró al salón de su nueva casa en la plaza de Granchester. Rhoda estaba sentada ante una mesa baja, rodeada de exquisitas porcelanas y de lustrosas platas. Al tiempo que le tendía una taza, le preguntó, con un agradable tintineo en la dicción:

-Te gusta más claro, ¿verdad? ¿Le pongo más agua caliente? ¿No?

Saki

lunes, febrero 19, 2007

Magia Más Insondable de antes de los albores del tiempo

Mientras seguían agazapadas en los arbustos con las manos sobre el rostro, las dos niñas oyeron la voz de la bruja que gritaba:


-¡Ahora! ¡Seguidme todos y daremos fin a lo que queda de esta guerra! No necesitaremos mucho tiempo para aplastar a las sabandijas humanas y a los traidores ahora que el gran idiota, el gran gato, está muerto.

En aquel momento las niñas corrieron, por unos pocos segundos, un gran peligro, pues entre gritos salvajes y un agudo sonido de gaitas y estridentes trompas, toda aquella repugnante chusma abandonó en tromba la cima de la colina descendiendo por la ladera y pasando junto a su escondite. Notaron como los espectros pasaban por su lado como un viento helado y como el suelo temblaba a sus pies bajo el galopar de los cascos de los minotauros; y sobre sus cabezas pasó un revoloteo de asquerosas alas y una negra masa de buitres y murciélagos gigantes. En cualquier otro momento habrían temblado de miedo; pero en aquellos instantes la tristeza, la vergüenza y el horror de la muerte de Aslan ocupaban hasta tal punto sus mentes que apenas pensaron en ello.

En cuanto el bosque volvió a quedar en silencio, Susan y Lucy se deslizaron sigilosas hasta la cima al descubierto de la colina. La luna empezaba a descender y finas nubes la atravesaban, pero aún pudieron ver la figura del león que yacía atado y sin vida. Las dos se arrodillaron sobre la húmeda hierba y besaron su rostro helado y acariciaron su hermoso pelaje –lo que quedaba de él-, y lloraron hasta quedarse sin lágrimas. Luego se miraron la una a la otra, se tomaron de las manos sintiéndose muy solas y volvieron a llorar; y a continuación volvieron a quedar en silencio. Finalmente, Lucy dijo:

-No soporto contemplar ese horrible bozal, ¿No podríamos quitárselo?


Así pues lo intentaron; y tras muchos esfuerzos, debido a que tenían los dedos helados y además era la hora más oscura de la noche, consiguieron su objetivo. En cuanto vieron su rostro sin él, volvieron a prorrumpir en lágrimas y lo besaron y acariciaron y limpiaron la sangre y la espuma tan bien como pudieron.


La suya era una sensación de soledad, desesperación y espanto mucho mayor de la que yo sabría describir.


-Y me pregunto, ¿no podríamos desatarlo también? –dijo Susan entonces.


Sin embargo los enemigos, por pura malevolencia, habían tensado las cuerdas de tal modo que las niñas no consiguieron deshacer los nudos.


Espero que nadie que lea este libro se haya sentido jamás tan desdichado como se sentían Susan y Lucy aquella noche; pero si alguien se ha sentido así –si ha permanecido despierto toda la noche y llorando hasta quedarse sin lágrimas- sabrá que al final llega una especie de calma. Uno se siente como si nada fuera a suceder de ahí en adelante. En cualquier caso, así fue como se sintieron ellas dos. Parecieron transcurrir horas y horas en medio de aquella calma absoluta, y apenas se dieron cuenta de que cada vez sentían más frío. Pero por fin Lucy advirtió dos cosas. Una fue que el cielo por el lado este de la colina estaba un poco menos oscuro de lo que había estado una hora antes; la otra fue un movimiento apenas perceptible en la hierba a sus pies. Al principio no sintió ningún interés por esto último. ¿Qué importaba? ¡Nada importaba ya! Pero finalmente observó que lo que quiera que fuera había empezado a ascender por las piedras verticales de la Mesa de Piedra, y que se movía ya sobre el cuerpo de Aslan. Miró con más atención. Eran unas cositas grises.


-¡Puaj! Exclamó Susan desde el otro lado de la Mesa-. ¡Qué asqueroso! Hay unos ratones horribles reptando por todo su cuerpo. Fuera, criaturas mugrientas. –Y alzó la mano para asustarlos y que se marcharan.


-¡Espera! –dijo Lucy, que los había estado contemplando con más atención-. ¿Distingues lo que hacen?


Las dos niñas se inclinaron al frente y observaron fijamente.


-Creo... –empezó Susan-. Pero ¡qué curioso! ¡Están mordisqueando las cuerdas!


-Eso mismo pensaba yo –indicó Lucy-. Creo que los ratones están de nuestro lado. Pobrecillos, no se dan cuenta de que está muerto. Creen que servirá de algo desatarlo.


Sin lugar a dudas había más luz ya, y cada una de las niñas observó por vez primera el rostro pálido de la otra. Vieron cómo los ratones mordisqueaban las sogas; eran docenas y docenas, incluso cientos, de pequeños ratones de campo. Finalmente, una a una, las cuerdas quedaron totalmente roídas.


El cielo por el este empezaba a clarear ya en aquellos momentos y las estrellas a desvanecerse; todas excepto una muy grande situada en un punto bajo del horizonte oriental. Las dos hermanas sintieron más frío del que habían sentido durante toda la noche. Los ratones desaparecieron en silencio.


Las niñas apartaron los restos de las cuerdas roídas. Aslan se parecía más a sí mismo sin cuerdas. A medida que aumentaba la luz y podían verlo con más detalle, se dieron cuenta de que su rostro sin vida resultaba más noble a cada momento que pasaba.


En el bosque a sus espaldas un pájaro emitió un gorjeo. Todo había estado tan silencioso durante horas y horas que el sonido las sobresaltó. Entonces otro pájaro respondió, y no tardó en oírse el canto de aves por todas partes.


Sin lugar a dudas era ya el amanecer, no el final de la noche.


-Tengo mucho frío –dijo Lucy.


-Yo también –respondió Susan-. Caminemos un poco.


Fueron hasta el borde oriental de la colina y miraron abajo. La solitaria estrella grande casi había desaparecido. El terreno se veía de un color gris oscuro, pero más allá, en el mismo final del mundo, el mar aparecía pálido. El cielo empezó a enrojecer. Anduvieron de un lado a otro más veces de las que fueron capaces de contar entre el cuerpo sin vida de Aslan y la cresta oriental, intentando entrar en calor; y ¡Dios mío, qué cansadas notaban las piernas! Luego, por fin, mientras permanecían por un instante con la vista puesta en dirección al mar y a Cair Paravel, que en aquellos momentos ya empezaban a distinguir, el rojo se convirtió en dorado a lo largo de la línea donde se unían el cielo y el mar y, muy despacio, apareció la silueta del sol. En ese instante oyeron a su espalda un fuerte ruido; un enorme y ensordecedor crujido, como si un gigante acabara de romper un plato descomunal.


-¿Qué es eso? –preguntó Lucy, aferrándose al brazo de Susan.


-Me... da miedo volverme –dijo ella-; sucede algo horrible.


-Le están haciendo algo peor –declaró Lucy- ¡Vamos! –se dio la vuelta, arrastrando a Susan con ella.


La salida del sol había hecho que todo tuviera un aspecto muy diferente –todos los colores y sombras habían cambiado-, tanto que por un momento no vieron lo más importante. Aunque no tardaron en verlo. La Mesa de Piedra estaba rota en dos pedazos con una enorme hendidura que la recorría de extremo a extremo; y no había ni rastro de Aslan.


-¡Oh, oh! Exclamaron las dos, regresando a toda prisa hasta la Mesa.


-No, esto es insoportable –sollozó Lucy-; podrían haber dejado en paz el cuerpo.


-¿Quién lo ha hecho? –exclamó Susan-. ¿Qué significa? ¿Es magia?


-¡Sí! –contestó una potente voz a su espalda-. Es más magia.


Se dieron la vuelta. Allí, brillando bajo la luz del amanecer, más grande de lo que habían visto antes, sacudiendo la melena, que al parecer había vuelto a crecer, estaba el propio Aslan.


-¡Aslan! Exclamaron las dos niñas a la vez, alzando la vista hacia él, casi tan asustadas como felices.


-¿No estás muerto, entonces, querido Aslan? –preguntó Lucy.


-Ahora no.


-¿No serás... un...? –inquirío Susan con voz temblorosa, incapaz de pronunciar la palabra fantasma.


Aslan inclinó la dorada cabeza y le lamió la frente. El calor de su aliento y una especie de fuerte aroma que parecía envolver su melena embargó a la niña.


-¿Lo parezco? –preguntó el leon.


-¡Eres real, eres real! ¿Qué bien, Aslan! –exclamó Lucy, y las dos hermanas se arrojaron sobre él y lo cubrieron de besos.


-Pero ¿qué significa todo esto? –quiso saber Susan cuando estuvieron algo más tranquilas.


-Significa –respondió Aslan- que aunque la bruja conocía la existencia de la Magia Insondable, existe una Magia Más Insondable aún que ella desconoce. Sus conocimientos se remontan únicamente a los albores del tiempo; pero si hubiera podido mirar un poco más atrás, a la quietud y la oscuridad que existía antes del amanecer del tiempo, habría leído allí un sortilegio distinto. Habría sabido que cuando una víctima voluntaria que no ha cometido ninguna traición fuera ejecutada en lugar de un traidor, la Mesa se rompería y la muerte misma efectuaría un movimiento de retroceso. Y ahora...


-Sí, dinos, ¿y ahora? –quiso saber Lucy, dando saltos y palmadas.


-Niñas, niñas –repuso el león-, siento que las fuerzas regresan a mí. ¡Niñas, pilladme si podéis!


Se quedó quieto durante un segundo, con los ojos muy brillantes, la patas estremecidas y sin dejar de azotarse a sí mismo con la cola. Luego efectuó un gran salto por encima de las cabezas de las dos hermanas y fue a aterrizar al lado contrario de la Mesa. Riendo, aunque sin saber el motivo, Lucy trepó al otro lado para atraparlo. Aslan volvió a saltar, y se inició una loca persecución. Les hizo dar vueltas una y otra vez alrededor de la cima de la colina, ora desesperadamente fuera de su alcance, ora pasando entre ellas, ora arrojándolas al aire con las enormes y almohadilladas zarpas para a continuación volverlas a agarrar y luego detenerse de improviso, de modo que los tres rodasen juntos por el suelo en un alegre y risueño montón de pelo, brazos y piernas. Jamás se había conocido en Narnia un retozar semejante; y Lucy no acabó de decidir si fue más parecido a jugar con una tormenta o con un gatito. Lo más divertido de todo fue que cuando por fin acabaron los tres tumbados y jadeando bajo el sol, las niñas ya no se sentían en absoluto cansadas, hambrientas ni sedientas.


C.S. Lewis - El león, la bruja y el armario - Crónicas de Narnia.


sábado, febrero 17, 2007

Ilusiones

Vino al mundo un Maestro, nacido
en la tierra santa de Indiana,
criado en las colinas místicas
situadas al este de Fort Wayne.

El Maesro aprendió lo que concernía
a este mundo en las escuelas públicas
de Indiana y luego, cuando creció,
en su oficio de mecánico de automóviles.

Pero el Maestro traía consigo
los conocimientos de otras tierras
y otras escuelas, de otras vidas que
había vivido. Los recordaba, y puesto
que los recordaba adquirió sabiduría
y fuerza, y la gente descubrió su
fortaleza y acudió a él en busca
de consejo.

El Maestro creía que disfrutaba
de la facultad de ayudarse a sí mismo
y de ayudar a toda la Humanidad,
y puesto que lo creía, así fue, de modo
que otros vieron su poder y acudieron
a él para que les curase de sus
tribulaciones y sus muchas enfermedades.

El Maestro creía que es bueno
que todo hombre se vea a sí mismo
como hijo de Dios, y puesto que
lo creía, así fue, y los talleres
y los garajes donde trabajaba
se poblaron y atestaron con quienes
buscaban su sabiduría y
el contacto de su mano, y
las calles circundantes con
quienes sólo anhelaban que
su sombra pasajera se
proyectara sobre ellos
y cambiara sus vidas.

Sucedió, en razón de las multitudes,
que varios capataces y jefes
de talleres le ordenaron al
Maestro que dejara sus herramientas
y siguiera su camino,
porque el apiñamiento era tal
que ni él ni los otros mecánicos
tenían espacio para trabajar
en la reparación de
los automóviles.

Se internó, pues, en la campiña,
y sus seguidores empezaron
a llamarlo Mesías, y hacedor
de milagros; y puesto
que lo creían, así fue.

Si estallaba una tormenta
mientras él hablaba, ni una sola
gota de lluvia tocaba la cabeza
de uno de sus oyentes, y quienes
estaban en el fondo de la multitud
escuchaban sus palabras
con tanta nitidez como los primeros,
aunque en el cielo retumbaran rayos
y truenos. Y siempre les hablaba
en parábolas.

Y les dijo: "En cada uno de
nosotros reside el poder de prestar
consentimiento a la salud y a la
enfermedad, a las riquezas y
a la pobreza, a la libertad y a
la esclavitud. Somos nosotros quienes
las domeñamos y no otro.

Un obrero habló y dijo: "Es fácil
para ti, Maestro, porque a ti te
guían y a nosotros no, y no
necesitas trabajar como trabajamos
nosotros. En este mundo el hombre
debe trabajar para ganarse la vida."

El Maestro respondió y dijo: "Una vez
vivía un pueblo en el lecho de
un gran río cristalino.

"La corriente del río se deslizaba
silenciosamente sobre todos sus
habitantes: jóvenes y ancianos,
ricos y pobres, buenos y malos,
y la corriente seguía su camino,
ajena a todo lo que no fuera
su propia esencia de cristal.

"Cada criatura se aferraba como
podía a las ramitas y rocas del
lecho del río, porque su modo de vida
consistía en aferrarse y porque desde
la cuna todas habían aprendido
a resistir la corriente.

"Pero al fin una criatura dijo:
Estoy harta de asirme. Aunque no lo
veo con mis ojos, confío en que la
corriente sepa hacia dónde va.
Me soltaré y dejaré que me lleve
adonde quiera. Si continúo
inmovilizada, me moriré
de hastío."

"Las otras criaturas rieron
y exclamaron: ¡Necia!; Súeltate,
y la corriente que veneras te
arrojará, revolcada y hecha pedazos,
contra las rocas, y morirás más
rápidamente que de hastío!"

"Pero la que había hablado en
primer término no les hizo caso,
y después de inhalar profundamene
se soltó; inmediatamente la
corriente la revolcó y la lanzó
contra las rocas.

"Mas la criatura se empecinó
en no volver a aferrarse, y entonces
la corriente la alzó del fondo y
ella no volvió a magullarse ni a lastimarse.

"Y las criaturas que se hallaban
aguas abajo, que no la conocían,
clamaron: ¡Ved un milagro! ¡Una
criatura, como nosotras, y sin embargo
vuela! ¡Ved al Mesias que ha venido
a salvarnos a todas!

"Y la que habia sido arrastrada
por la corriente respondió: "No soy
más mesías que vosotras. El río
se complace en alzarnos, con la
condicion de que nos atrevamos a
soltarnos. Nuestra verdadera tarea
es este viaje, esta aventura.

"Pero seguían gritando, aún mas alto:
¡Salvador!, sin dejar de aferrarse
a las rocas. Y cuando volvieron a
levantar la vista, había desaparecido,
y se quedaron solas, tejiendo
leyendas acerca de un Salvador."

Y sucedió que cuando vio que la
multitud crecía día a día, más
hacinada y apretada y enfervorizada
que nunca, y cuando vio que los
hombres le urgían para que les curara
sin descanso, para que les alimentara
con sus milagros, para que aprendiera
por ellos y viviera sus vidas, se
sintió afligido, y ese día subió
solo a la cima de un monte
solitario y alli oró.

Y dijo en el fondo de su alma:
"Será un Portento Infinito, si esa
es tu voluntad, que apartes de mi
este cáliz, que me ahorres esta
tarea imposible. No puedo vivir las
vidas de los demás, y sin embargo diez
mil personas me lo suplican. Lamento haber
permitido que sucediera todo esto. Si esa
es tu voluntad, autorízame a volver a mis
motores y a mis herramientas, y
a vivir como los otros hombres".

Y una voz le habló en las alturas,
una voz que no era ni masculina ni
femenina, poderosa, ni suave, sino
infinitamente bondadosa. Y la voz
le dijo: "No se hará mi voluntad,
sino la tuya. Porque lo que tú
deseas es lo que yo deseo de ti.
Sigue tu camino como los otros
hombres, y que seas feliz
en la tierra."

Al escucharla, el Maestro se
regocijó, y dio las gracias, y bajó
de la cima del monte tarareando
una cancioncilla popular entre los
mecánicos. Y cuando la multitud
le urgió con sus penas, y le imploró
que la curara y aprendiese por ella
y la alimentara incesantemente con
su sabiduría y le entretuviera
con sus milagros, él le sonrió
y le dijo apaciblemente:
"Renuncio."

Por un momento, la muchedumbre
quedó muda de asombro.

Y él continuó: "Si un hombre le dijera
a Dios que su mayor deseo consistía
en ayudar al mundo atormentado,
a cualquier precio, y Dios le
contestara y le explicara lo
que debía hacer ¿tendría
el hombre que obedecer?"

"¡Claro, Maestro!", clamó la
multitud. "¡Si Dios se lo pide
deberá soportar complacido
las torturas del mismísimo infierno!"

"Cualesquiera que sean esas torturas,
y por ardua que sea la tarea?"

"Deberá enorgullecerse de ser
ahorcado, deleitarse de ser
clavado a un árbol y quemado,
si eso es lo que Dios le ha pedido",
contestó la muchedumbre.

"¿Y qué haríais -preguntó el Maestro
a la concurrencia- si Dios os hablara
directamente a la cara y os dijera:
"OS ORDENO QUE SEÁIS FELICES
EN EL MUNDO, MIENTRAS
VIVÁIS"? ¿Qué haríais entonces?"

La multitud permaneció callada.
Y no se oyó una voz, un ruido,
entre las colinas ni en los valles
donde estaba congregada.

Y el Maestro dijo, digiriéndose
al silencio: "En el sendero de nuestra
felicidad encontraremos la sabiduria
para la que hemos elegido esta
vida. Esto es lo que he aprendido
hoy, y opto por dejaros ahora
para que transitéis por vuestro
propio camino, como deseáis."

Y marchó entre las multitudes
y las dejó, y retornó al mundo
cotidiano de los hombres
y las máquinas.

Richard Bach - Ilusiones



Los Campanilleros - Ismael Serrano


jueves, febrero 15, 2007

Pigmalión

En la antigua Grecia existió hace mucho tiempo un poeta llamado Pigmalión que se dedicaba a construir estatuas tan perfectas que sólo les faltaba hablar.

Una vez terminadas, él les enseñaba muchas de las cosas que sabía: literatura en general, poesía en particular, un poco de política, otro poco de música y, en fin, algo de hacer bromas y chistes y salir adelante en cualquier conversación.

Cuando el poeta juzgaba que ya estaban preparadas, las contemplaba satisfecho durante unos minutos y como quien no quiere la cosa, sin ordenárselo ni nada, las hacía hablar.

Desde ese instante las estatuas se vestían y se iban a la calle y en la calle o en la casa hablaban sin parar de cuanto hay.

El poeta se complacía en su obra y las dejaba hacer, y cuando venían visitas se callaba discretamente (lo cual le servía de alivio) mientras su estatua entretenía a todos, a veces a costa del poeta mismo, con las anécdotas más graciosas.

Lo bueno era que llegaba un momento en que las estatuas, como suele suceder, se creían mejores que su creador, y comenzaban a maldecir de él.

Discurrían que si ya sabían hablar, ahora sólo les faltaba volar, y empezaban a hacer ensayos con toda clase de alas, inclusive las de cera, desprestigiadas hacía poco en una aventura infortunada.

En ocasiones realizaban un verdadero esfuerzo, se ponían rojas, y lograban elevarse dos o tres centímetros, altura que, por supuesto, las mareaba, pues no estaban hechas para ella.

Algunas, arrepentidas, desistían de esto y volvían a conformarse con poder hablar y marear a los demás.

Otras, tercas, persistían en su afán, y los griegos que pasaban por allí las imaginaban locas al verlas dar continuamente aquellos saltitos que ellas consideraban vuelo.

Otras más concluían que el poeta era el causante de todos sus males, saltaran o simplemente hablaran, y trataban de sacarle los ojos.

A veces el poeta se cansaba, les daba una patada en el culo, y ellas caían en forma de pequeños trozos de mármol.

Augusto Monterroso

miércoles, febrero 14, 2007

El orden de las páginas

Un peul y un bambara, que compartían la misma celda, se enteraron a través del guardián de que por orden del rey uno de ellos sería castrado y el otro decapitado.

El peul, más astuto que el bambara, empezó a quejarse de inmediato, gritando que le dolían los testículos, que le dolían mucho y que pedía un alivio. Gritó tan fuerte que el guardián fue corriendo, armado con un sable afilado, y le desembarazó de los dos objetos de su dolor. El peul sufrió muchísimo el resto de la noche, pero en el fondo de sí mismo estaba contento por haber salvado la cabeza.

A su lado, el bambara dormía profundamente.

Por la mañana el rey los hizo llamar y les anunció que eran libres. Su castigo había sido levantado.

El peul se lanzó a una serie de imprecaciones y lamentaciones:

-¡El bambara ha salvado la vida -gritaba- y yo he perdido mis testículos!

-Nunca hay que leer la página cinco antes de la página cuatro -le dijo el rey


Anónimo africano (tribu Bambara)

domingo, febrero 11, 2007

La diligencia de Beaucaire

Era el día de mi llegada aquí. Había tomado la diligencia de Beaucaire, una gran carraca vieja que no tiene que recorrer mucho camino para volverse a casa, pero que se pasea despacio a todo lo largo de la carretera para darse pisto, por la noche, de que viene de muy lejos. Ibamos cinco en la baca, sin contar el conductor.

En primer término un guarda de Camargue, hombrecillo rechoncho y velludo, trascendiendo a montaraz, con ojos saltones inyectados de sangre y con aretes de plata en las orejas, después dos boquereuses, un panadero y su yerno, ambos muy rojos, con mucho jadeo, pero de magníficos perfiles, dos medallas romanas con la efigie de Vitelio. Por último, en la delantera y junto al conductor, un hombre… no, un gorro, un enorme gorro de piel de conejo, quien no decía cosa mayor y miraba el camino con aspecto de tristeza.

Todas aquellas gentes conocíanse entre sí y hablaban de sus asuntos en voz alta, con mucha libertad. El camargués contaba que volvía de Nimes, citado por el juez de instrucción con motivo de un garrotazo dado a un pastor. En Camargue tienen sangre viva. ¿Pues y en Beaucaire? ¿No querían degollarse nuestros dos boquereuses a propósito de la Virgen Santísima? Parece ser que el panadero era de una parroquia dedicada de mucho tiempo atrás a Nuestra Señora, a la que los provenzales llaman la Buena Madre y que lleva en brazos al Niño Jesús; el yerno, por el contrario, cantaba ante el facistol de una iglesia nuevecita consagrada a la Inmaculada Concepción, esa hermosa imagen risueña a la cual represéntase con los brazos colgantes y brotando rayos de luz las manos. De ahí procedía la inquina. Era de ver cómo se trataban esos dos buenos católicos y cómo ponían a sus celestiales patronas:

- ¡Bonita está tu Inmaculada!
- ¡Pues anda, que tu Santa Madre!
- ¡Buenas las tomó la tuya en Palestina!
- ¡Y la tuya, fea! ¿Quén sabe lo que habrá hecho? Pregúntaselo si no a San José.

Para creerse en el puerto de Nápoles, no faltaba más que ver relucir las facas, y a fe mía, creo que en efecto la teológica disputa hubiera parado en ello, a no haber intervenido el conductor.

- Dejadnos en paz con vuestras vírgenes –dijo riéndose a los boquereuses- todo eso son chismes de mujeres, y los hombres no deben meterse en ellos.

Al concluir hizo restallar la tralla con un mohín escéptico que afilió al parecer suyo todo el mundo.

La discusión había terminado, pero, disparado ya el panadero, tenía necesidad de descargarse con alguien, y dirigiéndose al infeliz del gorro, silencioso y triste en su rincón, le dijo con aire truanesco:

- ¿Y tu mujer, amolador? ¿Por qué parroquia está?

Es de suponer que esta frase tendría una intención muy cómica, puesto que en la baca todo el mundo soltó el trapo a reír. El amolador no se reía. Viendo esto, el panadero dirigióse a mí.

- ¿No conoce usted, caballero, a la mujer de éste? ¡Vaya con la picaruela de la feligresa! No hay dos como ella en Beaucaire.

Redobláronse las risas. El amolador no se movió, y se limitó a decir en voz baja, sin levantar la cabeza:

- Cállate, panadero.

Pero a ese demonio de panadero no le daba la gana de callarse, y prosiguió más terne:

- ¡Córcholis! No puede quejarse el camarada de tener una mujer así. No hay medio de aburrirse con ella un momento. ¡Figúrese usted! Una hermosa que se hace raptar cada seis meses, siempre tendrá algo que contar a la vuelta. Es lo mismo. ¡Bonito hogar doméstico! Imagínese usted, señor, que no llevaban un año de matrimonio, cuando ¡paf! Va la mujer y se larga a España con un vendedor de chocolate. El marido se queda solito en la casa llorando y bebiendo. Estaba como loco. Al cabo de algún tiempo volvió al país la hermosa, vestida de española, con una pandereta de sonajas. Todos le decíamos:

Escóndete, te va a matar.

Que si quieres, ¡matar! Se reunieron muy tranquilos, y ella le ha enseñado a tocar la pandereta.

Hubo una nueva explosión de risas. Sin levantar la cabeza, volvió a murmurar otra vez el amolador desde su rincón:

- Cállate, panadero.

El panadero no hizo caso, y continuó:

- ¿Creerá usted, señor, que tal vez a su regrero de España se estuvo quieta la hermosa? ¡Quiá! ¡Que si quieres! ¡Su marido había tomado aquello tan a buenas! Eso le dio ganas de volver a las andadas. Después del español, más tarde un músico, después, ¡qué sé yo! Y lo bueno, que cada vez la misma comedia. La mujer se las lía, el marido llora que se las pela, vuelve ella, consuélase él. Y siempre se la llevan, y siempre la recobra. ¡Ya ve usted si tendrá paciencia ese marido! Debe también decirse que la amoladora es descaradamente guapa… un verdadero bocado de cardenal, pizpireta, muy nona, bien formada. Y además blanca de piel y con ojos de avellana que siempre miran a los hombres riéndose. ¡A fe, parisiense mío, que si alguna vez pasa usted por Beaucaire…

- ¡Oh, calla panadero, te lo suplico! –exclamó una vez más el pobre amolador con voz desgarradora.

En ese momento detúvose la diligencia. Estabamos en la masía de los Anglores. Allí se apearon los dos boquereuses, y juro a ustedes que no los retuve. ¡Farsante de panadero! Estaba ya dentro del patio del cortijo, y aún se le oía reir.

Cuando salió la gente, pareció quedarse vacía la baca. El camargués habíase quedado en Arlés, el conductor iba a pie por la carretera, junto a los caballos. El amolador y yo, cada cual en su respectivo rincón, nos quedamos solos allá arriba, sin chistar. Hacía calor, abrasaba el cuero de la baca. Por momentos sentí cerrárseme los ojos y que la cabeza se me ponía pesada, pero, imposible dormir. Continuaba sin cesar zumbándome en los oídos aquel “cállate, te lo suplico”, tan tétrico y tan dulce. Tampoco dormía el pobre hombre. Desde atrás veía yo estremecerse sus cuadrados hombros, y su mano (una mano paliducha y vasta) temblar sobre el respaldo de la banqueta, como la mano de un viejo. Lloraba.

Me apresuré a bajar. De paso junto al amolador, intenté mirar más debajo de su gorro, hubiese querido verlo antes de partir. Como si hubiera comprendido mi pensamiento, el infeliz levantó bruscamente la cabeza, y clavando la vista en mis ojos, me dijo con voz sorda:

- Míreme bien, amigo, y si cualquier día de estos oye usted decir que ha ocurrido una desgracia en Beaucaire, podrá decir usted que conoce al autor de ella.

Era su rostro apagado y triste, con ojos pequeños y mustios.

Si en los ojos tenía lágrimas, en aquella voz había odio. ¡El odio es la cólera de los débiles! Si yo fuese la amoladora, no las tendría todas conmigo.


Alphonse Daudet - Cartas de mi molino


viernes, febrero 09, 2007

El cuentista

Era una tarde calurosa y el vagón del tren también estaba caliente; la siguiente parada, Tamplecombe, estaba casi a una hora de distancia. Los ocupantes del vagón eran una niña pequeña, otra niña aún más pequeña y un niño también pequeño. Una tía, que pertenecía a los niños, ocupaba un asiento de la esquina; el otro asiento de la esquina, del lado opuesto, estaba ocupado por un hombre soltero que era un extraño ante aquella fiesta, pero las niñas pequeñas y el niño pequeño ocupaban, enfáticamente, el compartimiento. Tanto la tía como los niños conversaban de manera limitada pero persistente, recordando las atenciones de una mosca que se niega a ser rechazada. La mayoría de los comentarios de la tía empezaban por «No», y casi todos los de los niños por «¿Por qué?». El hombre soltero no decía nada en voz alta.

-No, Cyril, no -exclamó la tía cuando el niño empezó a golpear los cojines del asiento, provocando una nube de polvo con cada golpe-. Ven a mirar por la ventanilla -añadió.

El niño se desplazó hacia la ventilla con desgana.

-¿Por qué sacan a esas ovejas fuera de ese campo? -preguntó.

-Supongo que las llevan a otro campo en el que hay más hierba -respondió la tía débilmente.

-Pero en ese campo hay montones de hierba -protestó el niño-; no hay otra cosa que no sea hierba. Tía, en ese campo hay montones de hierba.

-Quizá la hierba de otro campo es mejor -sugirió la tía neciamente.

-Por qué es mejor? -fue la inevitable y rápida pregunta.

-¡Oh, mira esas vacas! -exclamó la tía.

Casi todos los campos por los que pasaba la línea de tren tenían vacas o toros, pero ella lo dijo como si estuviera llamando la atención ante una novedad.

-¿Por qué es mejor la hierba del otro campo? -persistió Cyril.

El ceño fruncido del soltero se iba acentuando hasta estar ceñudo. La tía decidió, mentalmente, que era un hombre duro y hostil. Ella era incapaz por completo de tomar una decisión satisfactoria sobre la hierba del otro campo.

La niña más pequeña creó una forma de distracción al empezar a recitar «De camino hacia Mandalay». Sólo sabía la primera línea, pero utilizó al máximo su limitado conocimiento. Repetía la línea una y otra vez con una voz soñadora, pero decidida y muy audible; al soltero le pareció como si alguien hubiera hecho una apuesta con ella a que no era capaz de repetir la línea en voz alta dos mil veces seguidas y sin detenerse. Quienquiera que fuera que hubiera hecho la apuesta, probablemente la perdería.

-Acérquense aquí y escuchen mi historia -dijo la tía cuando el soltero la había mirado dos veces a ella y una al timbre de alarma.

Los niños se desplazaron apáticamente hacia el final del compartimiento donde estaba la tía. Evidentemente, su reputación como contadora de historias no ocupaba una alta posición, según la estimación de los niños.

Con voz baja y confidencial, interrumpida a intervalos frecuentes por preguntas malhumoradas y en voz alta de los oyentes, comenzó una historia poco animada y con una deplorable carencia de interés sobre una niña que era buena, que se hacía amiga de todos a causa de su bondad y que, al final, fue salvada de un toro enloquecido por numerosos rescatadores que admiraban su carácter moral.

-¿No la habrían salvado si no hubiera sido buena? -preguntó la mayor de las niñas.

Esa era exactamente la pregunta que había querido hacer el soltero.

-Bueno, sí -admitió la tía sin convicción-. Pero no creo que la hubieran socorrido muy deprisa si ella no les hubiera gustado mucho.

-Es la historia más tonta que he oído nunca -dijo la mayor de las niñas con una inmensa convicción.

-Después de la segunda parte no he escuchado, era demasiado tonta -dijo Cyril.

La niña más pequeña no hizo ningún comentario, pero hacía rato que había vuelto a comenzar a murmurar la repetición de su verso favorito.

-No parece que tenga éxito como contadora de historias -dijo de repente el soltero desde su esquina.

La tía se ofendió como defensa instantánea ante aquel ataque inesperado.

-Es muy difícil contar historias que los niños puedan entender y apreciar -dijo fríamente.

-No estoy de acuerdo con usted -dijo el soltero.

-Quizá le gustaría a usted explicarles una historia -contestó la tía.

-Cuéntenos un cuento -pidió la mayor de las niñas.

-Érase una vez -comenzó el soltero- una niña pequeña llamada Berta que era extremadamente buena.

El interés suscitado en los niños momentáneamente comenzó a vacilar en seguida; todas las historias se parecían terriblemente, no importaba quién las explicara.

-Hacía todo lo que le mandaban, siempre decía la verdad, mantenía la ropa limpia, comía budín de leche como si fuera tarta de mermelada, aprendía sus lecciones perfectamente y tenía buenos modales.

-¿Era bonita? -preguntó la mayor de las niñas.

-No tanto como cualquiera de ustedes -respondió el soltero-, pero era terriblemente buena.

Se produjo una ola de reacción en favor de la historia; la palabra terrible unida a bondad fue una novedad que la favorecía. Parecía introducir un círculo de verdad que faltaba en los cuentos sobre la vida infantil que narraba la tía.

-Era tan buena -continuó el soltero- que ganó varias medallas por su bondad, que siempre llevaba puestas en su vestido. Tenía una medalla por obediencia, otra por puntualidad y una tercera por buen comportamiento. Eran medallas grandes de metal y chocaban las unas con las otras cuando caminaba. Ningún otro niño de la ciudad en la que vivía tenía esas tres medallas, así que todos sabían que debía de ser una niña extraordinariamente buena.

-Terriblemente buena -citó Cyril.

-Todos hablaban de su bondad y el príncipe de aquel país se enteró de aquello y dijo que, ya que era tan buena, debería tener permiso para pasear, una vez a la semana, por su parque, que estaba justo afuera de la ciudad. Era un parque muy bonito y nunca se había permitido la entrada a niños, por eso fue un gran honor para Berta tener permiso para poder entrar.

-¿Había alguna oveja en el parque? -preguntó Cyril.

-No -dijo el soltero-, no había ovejas.

-¿Por qué no había ovejas? -llegó la inevitable pregunta que surgió de la respuesta anterior.

La tía se permitió una sonrisa que casi podría haber sido descrita como una mueca.

-En el parque no había ovejas -dijo el soltero- porque, una vez, la madre del príncipe tuvo un sueño en el que su hijo era asesinado tanto por una oveja como por un reloj de pared que le caía encima. Por esa razón, el príncipe no tenía ovejas en el parque ni relojes de pared en su palacio.

La tía contuvo un grito de admiración.

-¿El príncipe fue asesinado por una oveja o por un reloj? -preguntó Cyril.

-Todavía está vivo, así que no podemos decir si el sueño se hará realidad -dijo el soltero despreocupadamente-. De todos modos, aunque no había ovejas en el parque, sí había muchos cerditos corriendo por todas partes.

-¿De qué color eran?

-Negros con la cara blanca, blancos con manchas negras, totalmente negros, grises con manchas blancas y algunos eran totalmente blancos.

El contador de historias se detuvo para que los niños crearan en su imaginación una idea completa de los tesoros del parque; después prosiguió:

-Berta sintió mucho que no hubiera flores en el parque. Había prometido a sus tías, con lágrimas en los ojos, que no arrancaría ninguna de las flores del príncipe y tenía intención de mantener su promesa por lo que, naturalmente, se sintió tonta al ver que no había flores para coger.

-¿Por qué no había flores?

-Porque los cerdos se las habían comido todas -contestó el soltero rápidamente-. Los jardineros le habían dicho al príncipe que no podía tener cerdos y flores, así que decidió tener cerdos y no tener flores.

Hubo un murmullo de aprobación por la excelente decisión del príncipe; mucha gente habría decidido lo contrario.

-En el parque había muchas otras cosas deliciosas. Había estanques con peces dorados, azules y verdes, y árboles con hermosos loros que decían cosas inteligentes sin previo aviso, y colibríes que cantaban todas las melodías populares del día. Berta caminó arriba y abajo, disfrutando inmensamente, y pensó: «Si no fuera tan extraordinariamente buena no me habrían permitido venir a este maravilloso parque y disfrutar de todo lo que hay en él para ver», y sus tres medallas chocaban unas contra las otras al caminar y la ayudaban a recordar lo buenísima que era realmente. Justo en aquel momento, iba merodeando por allí un enorme lobo para ver si podía atrapar algún cerdito gordo para su cena.

-¿De qué color era? -preguntaron los niños, con un inmediato aumento de interés.

-Era completamente del color del barro, con una lengua negra y unos ojos de un gris pálido que brillaban con inexplicable ferocidad. Lo primero que vio en el parque fue a Berta; su delantal estaba tan inmaculadamente blanco y limpio que podía ser visto desde una gran distancia. Berta vio al lobo, vio que se dirigía hacia ella y empezó a desear que nunca le hubieran permitido entrar en el parque. Corrió todo lo que pudo y el lobo la siguió dando enormes saltos y brincos. Ella consiguió llegar a unos matorrales de mirto y se escondió en uno de los arbustos más espesos. El lobo se acercó olfateando entre las ramas, su negra lengua le colgaba de la boca y sus ojos gris pálido brillaban de rabia. Berta estaba terriblemente asustada y pensó: «Si no hubiera sido tan extraordinariamente buena ahora estaría segura en la ciudad». Sin embargo, el olor del mirto era tan fuerte que el lobo no pudo olfatear dónde estaba escondida Berta, y los arbustos eran tan espesos que podría haber estado buscándola entre ellos durante mucho rato, sin verla, así que pensó que era mejor salir de allí y cazar un cerdito. Berta temblaba tanto al tener al lobo merodeando y olfateando tan cerca de ella que la medalla de obediencia chocaba contra las de buena conducta y puntualidad. El lobo acababa de irse cuando oyó el sonido que producían las medallas y se detuvo para escuchar; volvieron a sonar en un arbusto que estaba cerca de él. Se lanzó dentro de él, con los ojos gris pálido brillando de ferocidad y triunfo, sacó a Berta de allí y la devoró hasta el último bocado. Todo lo que quedó de ella fueron sus zapatos, algunos pedazos de ropa y las tres medallas de la bondad.

-¿Mató a alguno de los cerditos?

-No, todos escaparon.

-La historia empezó mal -dijo la más pequeña de las niñas-, pero ha tenido un final bonito.

-Es la historia más bonita que he escuchado nunca -dijo la mayor de las niñas, muy decidida.

-Es la única historia bonita que he oído nunca -dijo Cyril.

La tía expresó su desacuerdo.

-¡Una historia de lo menos apropiada para explicar a niños pequeños! Ha socavado el efecto de años de cuidadosa enseñanza.

-De todos modos -dijo el soltero cogiendo sus pertenencias y dispuesto a abandonar el tren-, los he mantenido tranquilos durante diez minutos, mucho más de lo que usted pudo.

«¡Infeliz! -se dijo mientras bajaba al andén de la estación de Templecombe-. ¡Durante los próximos seis meses esos niños la asaltarán en público pidiéndole una historia impropia!»

Saki

martes, febrero 06, 2007

Recuerdos de Boabdil

Preocupada mi imaginación con la historia del malaventurado Boabdil, me puse a ordenar los recuerdos referentes a su historia, y que existen todavía en esta mansión de su regio poder y de sus infortunios. En la Galería de cuadros del Palacio de Generalife está colgado su retrato; su semblante es dulce, hermoso y algo melancólico, de color sonrosado y rubios cabellos. Si el retrato tiene verdadero parecido, pudo ser ciertamente inconstante y veleidoso, pero de ningún modo cruel ni sanguinario.

Después visité la prisión donde fue encerrado en los días de su niñez, cuando su cruel padre meditaba su muerte. Es un cuarto abovedado, en la Torre de Comares, debajo del Salón de Embajadores; una habitación semejante y separada por un estrecho pasadizo fue la prisión de su madre, la virtuosa Ayxa la Horra. Las paredes tienen un espesor prodigioso y las ventanas están aseguradas con barras de hierro. Una estrecha galería de piedra con un pequeño parapeto se extiende por dos lados de la torre, debajo de las ventanas, pero a una altura considerable de la tierra. Desde esta galería cuentan que la reina descolgó a su hijo con los ceñidores de ella y los de las fieles mujeres de su servidumbre, al amparo de la oscuridad de la noche, por la parte de la colina, al pie de la cual esperaba un criado con un caballo, veloz en la carrera, para escapar rápidamente con el príncipe a las montañas. Mientras me paseaba por esta galería figurábame estar viendo en aquel momento a la inquieta y desasosegada sultana echada sobre el parapeto, escuchando con las ansias de su dolorido corazón de madre los últimos ecos de las herraduras del caballo en que corría su hijo a lo largo del estrecho valle del Dauro.

Luego dirigí mis pesquisas en busca de la puerta por donde salió Boabdil de la Alhambra, poco antes de entregar la ciudad. Con el melancólico acento de un espíritu abatido, dicen que rogó el infortunado príncipe a los Monarcas Católicos que no se permitiera a nadie, en adelante, pasar por esta puerta. Su ruego -según las antiguas crónicas- fue respetado, por la mediación de Isabel, y aquélla se tapió. Por algún tiempo anduve preguntando, en vano por ella, hasta que, por último, Mateo, mi humilde guía, oyó decir a los habitantes más ancianos de la fortaleza que existía todavía un portillo, por el cual -según la tradición- salió el rey moro de la ciudadela, pero que no recordaban que hubiera estado jamás practicable.

Me condujo después al indicado sitio de la referida famosa puerta, la cual se encuentra en el centro de la que fue en otro tiempo una inmensa torre llamada La Torre de los Siete Suelos, sitio afamado de las historias supersticiosas de la vecindad, de extrañas apariciones y moriscos encantamientos. Esta torre, inexpugnable en otro tiempo, es hoy un montón de ruinas, por haber sido volada por los franceses cuando abandonaron la fortaleza. Grandes bloques de muralla derrumbados hállanse allí enterrados entre la frondosa hierba, y cubiertos de vides e higueras. El arco de la puerta existe todavía, aunque agrietado por la voladura; sin embargo, el último deseo del infortunado Boabdil ha sido respetado, aunque no de intento, pues la puerta está cegada con los escombros de piedras formados por las ruinas y completamente intransitable. Siguiendo el camino del monarca musulmán, tal como se indica en las crónicas, crucé a caballo el Campo de los Mártires, pasando a lo largo de la huerta del convento del mismo nombre, y bajando desde allí por un agrio barranco rodeado de pitas y chumberas y ocupado con cuevas y chozas pobladas de gitanos. Este fue el camino que tomó Boabdil para evitar el cruzar por la ciudad. La bajada es tan violenta y escabrosa que tuve necesidad de apearme del caballo y llevarlo de la brida.

Saliendo del barranco, y pasando por la Puerta de los Molinos, entré en el paseo público llamado el Salón y, siguiendo la corriente del Genil, llegué a una pequeña mezquita morisca, convertida ahora en Ermita de San Sebastián. Una lápida incrustada en la pared refiere que Boabdil entregó en aquel sitio las llaves de Granada a los monarcas castellanos. Desde allí crucé despacio la Vega, y llegué a un pueblecito donde la familia y la servidumbre del infeliz monarca lo esperaron, y adonde las había enviado con antelación la noche de la víspera, desde la Alhambra, para que su madre y su esposa no participaran de su propia humillación ni estuvieran expuestas a las miradas de los conquistadores. Siguiendo adelante el camino del melancólico cortejo de la real familia destronada llegué al extremo de una cadena de áridos y tristes cerros que forman la base de las montañas de la Alpujarra. Desde la cumbre de uno de éstos el infortunado Boabdil contempló por penúltima vez a Granada, por lo que lleva el expresivo nombre de su tristeza: la Cuesta de las Lágrimas. Más allá de ésta sigue un camino arenoso: escabrosa y árida llanura doblemente triste para el desdichado monarca, puesto que era el camino de su destierro.

Guié, por último, mi caballo hacia la cima de una roca, desde la cual Boabdil lanzó su última exclamación, volviendo los ojos para mirar por vez postrera a Granada; todavía se llama este paraje El último suspiro del Moro. ¿Quién se extrañará de la inmensidad de su dolor, saliendo expulsado de tal reino y de tal morada? Con la Alhambra perdió todos los honores de su linaje y todas las glorias y delicias de la vida.



Aquí también fue donde su aflicción se acrecentó con las reconvenciones de su madre Ayxa, que tantas veces le animó en los momentos del peligro, y que en vano quiso inculcarle su firmeza de ánimo. «Llora -le dijo- como mujer el reino que no has sabido defender como hombre.» Frase que participaba más del orgullo de princesa que de la ternura de madre.

Cuando el obispo Guevara refirió esta anécdota al emperador Carlos V éste añadió a aquella expresión de desprecio lanzada a la debilidad del irresoluto Boabdil: «Si yo hubiese sido él o él hubiese sido yo, antes habría hecho de la Alhambra mi sepulcro que vivir sin reino en la Alpujarra.»

¡Cuán fácil es para los que gozan de poder y prosperidad predicar el heroísmo a los vencidos! ¡No comprenden que la vida es más estimada del ser infortunado cuando no le resta ya otra cosa sino ella en el mundo!

Washington Irving - Cuentos de La Alhambra



Llorando por Granada - Los Puntos

sábado, febrero 03, 2007

El manantial de la amistad

En el año 1248, la ciudad de Sevilla estaba en poder de los almohades, que habían sucedido a los almorávides en el poder de Al-Andalus..

Las tropas de Fernando III asediaban la ciudad sevillana desde varios flancos. En el sur montaron un gran campamento donde el Maestre D. Pelayo Pérez Correa, enfermo por las heridas de una flecha enemiga, recordaba los últimos años de continuas guerras. La fiebre le hacía soñar una mezcla de imágenes de las batallas y de la paz.. veía cómo era investido gran maestre de la Orden de Santiago en Mérida.. de pronto aparecía en el sueño la Cruz de Santiago goteando sangre... cabezas cortadas de musulmanes rodaban a sus pies.. también veía en sus sueños al Infante D. Alfonso (sería Alfonso X de Castilla a quién serviría durante años...) la imagen del infante se mezclaba con la de su padre, el rey Fernando III en uno de sus ataques de hidropesía... finalmente el sueño le hacía evocar la infancia, en su tierra portuguesa donde pasaba sed, mucha sed... despertaba bruscamente pidiendo agua.

Al cuidado del Maestre D. Pelayo estaba Juan de Osuna, quien humedecía los secos labios intentando calmar su sed.

El caluroso verano de 1248 hacía muy dura la conquista de Sevilla. Llevaban varios meses combatiendo sin descanso, desde el año anterior. Atrás quedaban los recuerdos de tantas ciudades: Cabra, Marchena, Zafra, Morón... todas pasaron a la corona de Fernando III y ahora quedaba Sevilla.

Como la fiebre no bajaba y el Maestre seguía delirando, su asistente Juan de Osuna decidió llamar a Omar, un musulmán de los quinientos que el Rey de Granada había enviado para ayudar a Fernando III. Decían que Omar tenía poderes como un médico y había sanado a muchos heridos. Cuando el musulmán llegó a los aposentos de D. Pelayo pidió que les dejaran solos. Tomó la mano derecha del Maestre y mirando fijamente a sus ojos dijo unas frases en árabe. Durante dos días el musulmán hizo varias visitas repitiendo el rito.

El contacto de Omar resultó para D. Pelayo milagroso, ya que fue sanando progresivamente y lo más sorprendente es que cada vez cogía la mano del Maestre la sed desaparecía sin necesidad de beber agua.

Cuando por fin D. Pelayo se sintió completamente sano, agradeció los cuidados de Omar y le nombró caballero personal, manteniendo una verdadera amistad. Le resultaba admirable los poderes que tenía, sobretodo que cuando Omar estaba a su lado, ya fuera en la batalla, con el calor y el cansancio, nunca tenía sed.

Pero la gran amistad del Maestre y el musulmán no era bien vista por todos los guerreros. Algunos murmuraban que no era bueno para la fe cristiana ni para los objetivos de conquistar Sevilla.

Una noche, cuando Omar regresaba a su tienda, fue atacado por dos de los combatientes cristianos que le envidiaban. El cuerpo del musulmán fue atravesado por las traidoras espadas y quedó agonizando cerca del campamento bajo la luna sevillana.

Al día siguiente todos los que formaban el campamento despertaron con tal sed, que bebieron todo el agua que había en los cántaros, dejando vacíos todos los recipientes. Don Pelayo, quien también sufrió la sed hizo llamar de inmediato a su amigo Omar, pero el árabe no estaba en su tienda. Después de buscar por todo el recinto militar y alrededores llegó la triste noticia: había sido encontrado muerto cerca del campamento, entre unos árboles completamente desangrado. Al ver el cadáver de su amigo D. Pelayo juró venganza para los traidores y rápidamente comenzó a hacer averiguaciones sobre los asesinos, pero todo resultó inútil ya que nadie sabía nada respecto a la muerte del árabe.

Sumido en una profunda tristeza, D. Pelayo recordaba los buenos momentos que pasó junto a Omar, mientras el ejército comenzaba a pasar cada vez más sed ya que no había agua y el calor era más agobiante.

Al atardecer, el bochorno del verano no descendía y cuando iban a dar sepultura a Omar, comunicaron al Maestre las defunciones de dos soldados completamente deshidratados, pero antes de morir habían confesado su participación en el asesinato de Omar.

Ante la tumba de su amigo, D. Pelayo inclinó las rodillas y dijo la siguiente plegaria: ¡Descansa en Paz amigo Omar, que tu Dios Alá te de la gloria, ya se hizo justicia con tus asesinos! ¡Ojalá llegue el día en que los hombres puedan vivir juntos sea cual sea su Dios y aunque el color de la piel y costumbres sean diferentes!. Pronunciando esto clavó enérgicamente su espada en la tierra brotando de la brecha que hizo, un manantial de agua que poco a poco comenzó a inundar los alrededores del campamento.

El manantial abasteció sobradamente las necesidades del ejército de Fernando III, pudiendo tener agua durante los meses de asedio a Sevilla sin ninguna escasez.

El prodigio causado por la espada de D. Pelayo fue rápidamente extendido y comentado entre las tropas, quienes llamaban al lugar "El manantial de la amistad", sin embargo los futuros intereses de algún monarca de las dinastías venideras logró cambiar el nombre del lugar por otro más útil a sus deseos totalitarios, el nombre pasó a ser "La Fuente del Rey", atribuyendo el fenómeno acaecido a otros intereses completamente distintos a los de la amistad entre los hombres. Sin embargo dicen que los que acuden al manantial mantienen su amistad para siempre.


Laguna de Fuente del Rey, Dos Hermanas (Sevilla)

jueves, febrero 01, 2007

Carta del Jefe Seattle al presidente de los Estados Unidos

El presidente de los Estados Unidos, Franklin Pierce, envía en 1854 una oferta al jefe Seattle, de la tribu Suwamish, para comprarle los territorios del noroeste de los Estados Unidos que hoy forman el Estado de Wáshington. A cambio, promete crear una reserva para el pueblo indígena. El jefe Seattle responde en 1855.


El Gran Jefe Blanco de Washington ha ordenado hacernos saber que nos quiere comprar las tierras. El Gran Jefe Blanco nos ha enviado también palabras de amistad y de buena voluntad. Mucho apreciamos esta gentileza, porque sabemos que poca falta le hace nuestra amistad. Vamos a considerar su oferta pues sabemos que, de no hacerlo, el hombre blanco podrá venir con sus armas de fuego a tomar nuestras tierras. El Gran Jefe Blanco de Wáshington podrá confiar en la palabra del jefe Seattle con la misma certeza que espera el retorno de las estaciones. Como las estrellas inmutables son mis palabras.

¿Cómo se puede comprar o vender el cielo o el calor de la tierra? Esa es para nosotros una idea extraña.

Si nadie puede poseer la frescura del viento ni el fulgor del agua, ¿cómo es posible que usted se proponga comprarlos?

Cada pedazo de esta tierra es sagrado para mi pueblo. Cada rama brillante de un pino, cada puñado de arena de las playas, la penumbra de la densa selva, cada rayo de luz y el zumbar de los insectos son sagrados en la memoria y vida de mi pueblo. La savia que recorre el cuerpo de los árboles lleva consigo la historia del piel roja.

Los muertos del hombre blanco olvidan su tierra de origen cuando van a caminar entre las estrellas. Nuestros muertos jamás se olvidan de esta bella tierra, pues ella es la madre del hombre piel roja. Somos parte de la tierra y ella es parte de nosotros. Las flores perfumadas son nuestras hermanas; el ciervo, el caballo, el gran águila, son nuestros hermanos. Los picos rocosos, los surcos húmedos de las campiñas, el calor del cuerpo del potro y el hombre, todos pertenecen a la misma familia.

Por esto, cuando el Gran Jefe Blanco en Wáshington manda decir que desea comprar nuestra tierra, pide mucho de nosotros. El Gran Jefe Blanco dice que nos reservará un lugar donde podamos vivir satisfechos. Él será nuestro padre y nosotros seremos sus hijos. Por lo tanto, nosotros vamos a considerar su oferta de comprar nuestra tierra. Pero eso no será fácil. Esta tierra es sagrada para nosotros. Esta agua brillante que se escurre por los riachuelos y corre por los ríos no es apenas agua, sino la sangre de nuestros antepasados. Si les vendemos la tierra, ustedes deberán recordar que ella es sagrada, y deberán enseñar a sus niños que ella es sagrada y que cada reflejo sobre las aguas limpias de los lagos hablan de acontecimientos y recuerdos de la vida de mi pueblo. El murmullo de los ríos es la voz de mis antepasados.

Los ríos son nuestros hermanos, sacian nuestra sed. Los ríos cargan nuestras canoas y alimentan a nuestros niños. Si les vendemos nuestras tierras, ustedes deben recordar y enseñar a sus hijos que los ríos son nuestros hermanos, y los suyos también. Por lo tanto, ustedes deberán dar a los ríos la bondad que le dedicarían a cualquier hermano.

Sabemos que el hombre blanco no comprende nuestras costumbres. Para él una porción de tierra tiene el mismo significado que cualquier otra, pues es un forastero que llega en la noche y extrae de la tierra aquello que necesita. La tierra no es su hermana sino su enemiga, y cuando ya la conquistó, prosigue su camino. Deja atrás las tumbas de sus antepasados y no se preocupa. Roba de la tierra aquello que sería de sus hijos y no le importa.

La sepultura de su padre y los derechos de sus hijos son olvidados. Trata a su madre, a la tierra, a su hermano y al cielo como cosas que puedan ser compradas, saqueadas, vendidas como carneros o adornos coloridos. Su apetito devorará la tierra, dejando atrás solamente un desierto.

Yo no entiendo, nuestras costumbres son diferentes de las suyas. Tal vez sea porque soy un salvaje y no comprendo.

No hay un lugar quieto en las ciudades del hombre blanco. Ningún lugar donde se pueda oír el florecer de las hojas en la primavera o el batir las alas de un insecto. Mas tal vez sea porque soy un hombre salvaje y no comprendo. El ruido parece solamente insultar los oídos.

¿Qué resta de la vida si un hombre no puede oír el llorar solitario de un ave o el croar nocturno de las ranas alrededor de un lago?. Yo soy un hombre piel roja y no comprendo. El indio prefiere el suave murmullo del viento encrespando la superficie del lago, y el propio viento, limpio por una lluvia diurna o perfumado por los pinos.

El aire es de mucho valor para el hombre piel roja, pues todas las cosas comparten el mismo aire -el animal, el árbol, el hombre- todos comparten el mismo soplo. Parece que el hombre blanco no siente el aire que respira. Como una persona agonizante, es insensible al mal olor. Pero si vendemos nuestra tierra al hombre blanco, él debe recordar que el aire es valioso para nosotros, que el aire comparte su espíritu con la vida que mantiene. El viento que dio a nuestros abuelos su primer respiro, también recibió su último suspiro. Si les vendemos nuestra tierra, ustedes deben mantenerla intacta y sagrada, como un lugar donde hasta el mismo hombre blanco pueda saborear el viento azucarado por las flores de los prados.

Por lo tanto, vamos a meditar sobre la oferta de comprar nuestra tierra. Si decidimos aceptar, impondré una condición: el hombre blanco debe tratar a los animales de esta tierra como a sus hermanos.

Soy un hombre salvaje y no comprendo ninguna otra forma de actuar. Vi un millar de búfalos pudriéndose en la planicie, abandonados por el hombre blanco que los abatió desde un tren al pasar. Yo soy un hombre salvaje y no comprendo cómo es que el caballo humeante de hierro puede ser más importante que el búfalo, que nosotros sacrificamos solamente para sobrevivir.

¿Qué es el hombre sin los animales? Si todos los animales se fuesen, el hombre moriría de una gran soledad de espíritu, pues lo que ocurra con los animales en breve ocurrirá a los hombres. Hay una unión en todo.

Ustedes deben enseñar a sus niños que el suelo bajo sus pies es la ceniza de sus abuelos. Para que respeten la tierra, digan a sus hijos que ella fue enriquecida con las vidas de nuestro pueblo. Enseñen a sus niños lo que enseñamos a los nuestros, que la tierra es nuestra madre. Todo lo que le ocurra a la tierra, le ocurrirá a los hijos de la tierra. Si los hombres escupen en el suelo, están escupiendo en sí mismos.

Esto es lo que sabemos: la tierra no pertenece al hombre; es el hombre el que pertenece a la tierra. Esto es lo que sabemos: todas la cosas están relacionadas como la sangre que une una familia. Hay una unión en todo.

Lo que ocurra con la tierra recaerá sobre los hijos de la tierra. El hombre no tejió el tejido de la vida; él es simplemente uno de sus hilos. Todo lo que hiciere al tejido, lo hará a sí mismo.

Incluso el hombre blanco, cuyo Dios camina y habla como él, de amigo a amigo, no puede estar exento del destino común. Es posible que seamos hermanos, a pesar de todo. Veremos. De una cosa estamos seguros que el hombre blanco llegará a descubrir algún día: nuestro Dios es el mismo Dios.

Ustedes podrán pensar que lo poseen, como desean poseer nuestra tierra; pero no es posible, Él es el Dios del hombre, y su compasión es igual para el hombre piel roja como para el hombre piel blanca.

La tierra es preciosa, y despreciarla es despreciar a su creador. Los blancos también pasarán; tal vez más rápido que todas las otras tribus. Contaminen sus camas y una noche serán sofocados por sus propios desechos.

Cuando nos despojen de esta tierra, ustedes brillarán intensamente iluminados por la fuerza del Dios que los trajo a estas tierras y por alguna razón especial les dio el dominio sobre la tierra y sobre el hombre piel roja.

Este destino es un misterio para nosotros, pues no comprendemos el que los búfalos sean exterminados, los caballos bravíos sean todos domados, los rincones secretos del bosque denso sean impregnados del olor de muchos hombres y la visión de las montañas obstruida por hilos de hablar.

¿Qué ha sucedido con el bosque espeso? Desapareció.

¿Qué ha sucedido con el águila? Desapareció.

La vida ha terminado. Ahora empieza la supervivencia.



John Williams - The feather
Esto no es un blog al uso, sólo un rincón donde pongo lo que más me gusta, para disfrute propio. Es público porque tal vez en algún momento alguien necesite un texto, una imagen, una canción. Si es así, habrá servido de algo.

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