sábado, junio 30, 2007

Grandes

Para A y A, mis dos duendes, que no sé si son elfos, gnomos o leprechauns, pero que sin saberlo ellos, anoche fueron mágicos conmigo.

Grande

Yo soy quien
se dormía en las clases de historia
y aún me ves
con la misma manera de ser
Soy el niño
que el amor declaraba en forma de canciones
disfrazando por vergüenza, tanto delirio
Soy un niño
a pesar de mis treinta cumplidos
sé bien nunca daré lo que es mío
los recuerdos con que me crié
Siempre míos, siempre míos
Y al mirarme al espejo
entendí que lo importante es ser igual por dentro
y luchar cada minuto
que no se malgaste, no quiero hacerme
Grande
no quiero hacerme grande
y traicionar un sueño
grande
es nuestra libertad
Sé que hay estrellas no cuántas hay
no sé muy bien cual es mi edad
da igual si estamos de visita creceré, creceré
sin ser grande es lo que hay
Yo no soy
de esos tipos que fingen ser fuertes
me falta valor
no me voy
a esconder cuando quiera llorar
Porque es más digno mostrar
el valor en un gesto que brilla un solo instante
porque dentro de nosotros
siempre late el alma de un gigante
Grande
no quiero hacerme grande
y morir por dentro
grande
es nuestra libertad
sin cantar
Por esas calles
cuántas habrá
da igual cien años o un millar
da igual si estamos de visita creceré
pero no me haré grande
eso es lo que hay
Y quizá, quizá
cuánta mentira en la verdad hallarás
cuento contigo sin contar
ni tus riquezas ni tu edad
yo solo cuento las sonrisas
porque estamos de visita
crecerás
crecerás sin ser grande en libertad...


martes, junio 26, 2007

Lluvia

"Camarón es Dios, Garcia Lorca la Biblia, y Andalucía la Tierra Prometida"

Lluvia

Enero de 1919
(Granada)

La lluvia tiene un vago secreto de ternura,
algo de soñolencia resignada y amable,
una música humilde se despierta con ella
que hace vibrar el alma dormida del paisaje.

Es un besar azul que recibe la Tierra,
el mito primitivo que vuelve a realizarse.
El contacto ya frío de cielo y tierra viejos
con una mansedumbre de atardecer constante.

Es la aurora del fruto. La que nos trae las flores
y nos unge de espíritu santo de los mares.
La que derrama vida sobre las sementeras
y en el alma tristeza de lo que no se sabe.

La nostalgia terrible de una vida perdida,
el fatal sentimiento de haber nacido tarde,
o la ilusión inquieta de un mañana imposible
con la inquietud cercana del color de la carne.

El amor se despierta en el gris de su ritmo,
nuestro cielo interior tiene un triunfo de sangre,
pero nuestro optimismo se convierte en tristeza
al contemplar las gotas muertas en los cristales.

Y son las gotas: ojos de infinito que miran
al infinito blanco que les sirvió de madre.

Cada gota de lluvia tiembla en el cristal turbio
y le dejan divinas heridas de diamante.
Son poetas del agua que han visto y que meditan
lo que la muchedumbre de los ríos no sabe.

¡Oh lluvia silenciosa, sin tormentas ni vientos,
lluvia mansa y serena de esquila y luz suave,
lluvia buena y pacifica que eres la verdadera,
la que llorosa y triste sobre las cosas caes!

¡Oh lluvia franciscana que llevas a tus gotas
almas de fuentes claras y humildes manantiales!
Cuando sobre los campos desciendes lentamente
las rosas de mi pecho con tus sonidos abres.

El canto primitivo que dices al silencio
y la historia sonora que cuentas al ramaje
los comenta llorando mi corazón desierto
en un negro y profundo pentágrama sin clave.

Mi alma tiene tristeza de la lluvia serena,
tristeza resignada de cosa irrealizable,
tengo en el horizonte un lucero encendido
y el corazón me impide que corra a contemplarte.

¡Oh lluvia silenciosa que los árboles aman
y eres sobre el piano dulzura emocionante;
das al alma las mismas nieblas y resonancias
que pones en el alma dormida del paisaje!


Federico Garcia Lorca - Libro de Poemas (1921)

lunes, junio 25, 2007

Hola y adiós

Pues claro que se iba, qué otra cosa podía hacer, el tiempo se había agotado y se iba, se iba muy lejos. Tenía ya hecha la maleta, había sacado brillo a los zapatos; se había cepillado el pelo y se había lavado expresamente detrás de las orejas. Tan sólo faltaba bajar las escaleras, salir por la puerta y subir la calle hasta la estación del pueblo, donde el tren se detendría exclusivamente para recogerlo a él; entonces Fox Hill, Illinois, quedaría atrás, muy atrás en su pasado. Y él proseguiría su camino, quizá a Iowa, tal vez a Kansas, quién sabe si a California; un chiquillo de doce años, en cuya maleta un certificado de nacimiento acreditaba que lo había hecho hacía cuarenta y tres.

-¡Willie! -exclamó una voz en la planta baja.

-¡Ya voy! -Alzó del suelo la maleta. Vio en el espejo de su cómoda un rostro formado por dientes de león de junio, manzanas de julio y leche de cálida mañana de verano. Allí, como siempre, se reflejaban el ángel y el inocente, aquella efigie que tal vez nunca, en todos los años de su vida, llegase a cambiar.

-Casi es la hora -llamó la voz de mujer.

-¡Ahora mismo! -Y descendió por la escalera, al tiempo gruñón y sonriente. En la sala de estar, sentados, Anna y Steve, las ropas dolorosamente pulcras.

-¡Aquí estoy! -exclamó Willie desde el umbral de la sala.

Daba la impresión de que Anna fuese a romper a llorar.

-¡Oh, Dios mío! No es posible que vayas a dejarnos, ¿verdad, Willie?

-La gente está empezando a murmurar -dijo Willie tranquilamente-. Hace ahora tres años que estoy aquí. Pero cuando la gente se pone a murmurar, sé que ha llegado la hora de ponerme los zapatos y sacar un billete de tren.

-Todo es tan extraño, no lo entiendo. ¡Y así, tan de pronto! -se lamentó Anna-. Willie, te vamos a echar muchísimo de menos.

-Yo les escribiré todas las Navidades. Por favor, ayúdenme. No me escriban ustedes.

-Ha sido un gran placer y una satisfacción -dijo Steve, allí sentado, demasiado ampulosas las palabras, palabras que cuadraban mal en su boca-. Es una vergüenza que esto haya de acabar así. Es una vergüenza que hayas tenido que contarmos tu caso. Es una condenada vergüenza que no puedas quedarte.

-Ustedes son los parientes más agradables que he tenido nunca -dijo Willie, desde su metro veinte de estatura, barbilampiño, radiante el sol en su rostro.

Y entonces Anna se echó a llorar.

-Willie, Willie -gimió. Se sentó. Parecía querer abrazarlo, pero abrazarlo le daba miedo ahora; lo miró con sorpresa y desconcierto, vacías las manos, sin saber qué hacer.

-No resulta fácil irse -dijo Willie-. Se acostumbra uno a la situación. Desea uno quedarse, pero no puede ser. En una ocasión probé a quedarme después de que la gente comenzase a desconfiar. "¡Qué cosa más horrible!", decían. "¡Tantos años jugando con los inocentes de nuestros niños -decían-, y nosotros sin enterarnos!" "¡Qué espanto!", dijeron. Y al final, una noche tuve que huir de la ciudad. No resulta fácil, no. Saben perfectamente bien cuánto los quiero a ambos. ¡Gracias por estos tres años fabulosos!

Fueron todos juntos hasta la puerta delantera.

-Willie, ¿adónde piensas ir?

-No lo sé. Sencillamente, me pongo a viajar. Cuando veo una ciudad que promete ser verde y agradable, me quedo.

-¿Volverás algún día?

-Sí -dijo con toda formalidad su vocecilla aguda-. Dentro de unos veinte años debería empezar a reflejarse la edad en mi rostro. Cuando así sea, pienso hacer un gran recorrido y visitar a todos los padres y madres que he tenido.

Permanecieron en pie en el fresco balcón veraniego, reacios a decirse las últimas palabras. Steve tenía tozudamente clavada la mirada en un olmo.

-¿Con cuántas familias has estado, Willie? ¿Cuántas veces has sido adoptado?

Willie hizo el cálculo de bastante buen grado:

-Me parece que han sido unas cinco ciudades y cinco los matrimonios con quienes he estado. Han pasado más de veinte años desde que empecé mi peregrinaje.

-Bueno, no tenemos motivo para quejamos -dijo Steve-. Más vale tener un hijo durante treinta y seis meses que ninguno en absoluto.

-Bien... -dijo Willie. Se despidió de Anna con un beso rápido, asió el equipaje y se marchó calle arriba, penetrando en la verde luz del mediodía, bajo los árboles... un chiquillo muy joven en verdad, sin volver atrás la mirada, corriendo.

Los chicos estaban jugando en el verde diamante del parque cuando pasó. Permaneció un ratito bajo la sombra de los robles, observándolos lanzar la blanca, nívea bola de béisbol que hendía el aire cálido del verano; vio volar sobre la hierba, como un pájaro oscuro, la sombra de la bola; vio cómo se abrían las manos, como bocas voraces, para atrapar aquel raudo fragmento de estío que ahora parecía tan importante asir. Gritaron los chicos. La bola aterrizó en la hierba, cerca de Willie.

Al avanzar con la bola, saliendo de los árboles umbrosos, pensó en los tres últimos años, ahora gastados hasta el céntimo, y en los cinco años anteriores, y así, remontando el hilo de su vida, hasta el año en que cumplió verdaderamente los once años y los doce y los catorce; pensó en las voces que decían: ("¿Qué le pasa a Willie, señora?" "Señora B., ¿no está Willie retrasado en su crecimiento?" "Willie, ¿has estado fumando cigarrillos últimamente?" Los ecos se extinguieron en luz y colores veraniegos. La voz de su madre: "¡Willie cumple hoy los veintiuno!". Y un millar de voces repitiendo: "Hijo, vuelve cuando cumplas quince años; tal vez entonces podamos darte trabajo".

Se quedó mirando fijamente a la pelota de béisbol que sostenía en su mano temblorosa, imagen de su vida, una bola interminable de años bobinados y rebobinados una y otra vez, pero siempre conducentes a su duodécimo cumpleaños. Oyó a los chicos venir hacia él; sintió que le tapaban el sol, los vio mayores que él, rodeándolo.

-¡Willie! ¿Adónde vas? -Le dieron una patada a su maleta.

¡Qué altos, allí plantados, en el sol! Era como si en aquellos últimos meses, el Sol hubiera pasado una mano sobre sus cabezas, reclamándoles, y ellos fueran cálido metal fundente atraído hacia lo alto; como si fueran trigo dorado halado hacia el cielo por una inmensa fuerza gravitatoria; ellos, con sus trece, catorce años, mirando a Willie desde las alturas, sonrientes todavía, pero ya comenzando a tenerlo por un cero a la izquierda. Aquello había empezado hacía cuatro meses.

-¡Formemos equipos! ¿Quién quiere a Willie en el suyo?

-¡Bah!, Willie es demasiado pequeño; no queremos "niños" con nosotros.

Y lo aventajaron en la carrera, atraídos por la Luna y el Sol y por la sucesión turnante de estaciones de hoja y de viento; él siguió teniendo doce años, pero ninguno de los otros volvió a tenerlos jamás. Y las voces, las otras voces comenzaron de nuevo a repetir el manido estribillo, frío y aterradoramente familiar: "Más vale que le des vitaminas a ese chico, Steve". "¿Qué pasa, Anna, es que en tu familia hay una rama de bajitos?" Y el frío puño que vuelve a golpearte el corazón, el conocimiento de que será preciso volver a arrancar las raíces después de tantos años buenos con los "parientes".

-¿Adónde vas, Willie?

Sacudió bruscamente la cabeza. Volvía a encontrarse en medio de aquellas torres humanas, de aquellos mocetones que le hacían sombra, que pululaban en torno a él, como gigantes inclinados a beber en la fuente de un parque.

-Me voy unos días a casa de un primo.

-Oh. -Hubo un día, hace un año, en que eso les hubiera importado mucho. Pero ahora tan sólo sentían curiosidad por su equipaje. No era más que la fascinación de los viajes y los trenes y los lugares distantes.

-¿Qué les parece si echamos un par de partidas rápidas? -dijo Willie.

Su aspecto era más bien dubitativo pero, dadas las circunstancias, accedieron. Dejó caer la bolsa y corrió; la blanca pelota de béisbol estaba allá en lo alto, en el sol, distante de sus figuras de blanco ardiente en la lejanía del prado, de nuevo en el sol, apresurada, la vida yendo y viniendo, como obedeciendo a un patrón. ¡Aquí, allí! ¡El señor y la señora Robert Hanlon, de Creek Bend, Wisconsin, 1932, la primera pareja, el primer año! ¡Aquí, allí! ¡Henry y Alice Boltz, Limeville, Iowa, 1935! ¡Vuela, pelota! ¡Los Smith, los Eaton, los Robinson! ¡1939! ¡1945! Marido y mujer, marido y mujer, sin niños, sin niños. Una llamada a esa puerta, una llamada a esa otra.

-Disculpe usted. Me llamo William. Me pregunto si...

-¿Un bocadillo? Pasa, siéntate. ¿De dónde vienes, hijo?

El bocadillo, el vaso largo de leche fresca, la sonrisa, el gesto acogedor, la conversación cómoda, distendida.

-Hijo, das la impresión de haber estado viajando. ¿Te has escapado de algún sitio?

-No.

-Chico, ¿eres huérfano?

Otro vaso de leche.

-Siempre quisimos tener hijos, pero nunca hemos podido. Jamás supimos por qué. Cosas que pasan. Bueno, bueno. Se está haciendo tarde, hijo. ¿No crees que sería mejor que te fueras a casa?

-No tengo casa.

-¿Un chico como tú? ¿Con lo limpias que tienes las orejas? Tu madre estará preocupada.

-No tengo casa ni parientes en todo el mundo. Me pregunto si... me pregunto... ¿me permitirían pasar aquí esta noche?

-Bueno, hijo, verás, no sé qué decir. Nunca habíamos pensado en admitir... -dijo el marido.

-Esta noche tengo pollo para cenar -dijo la mujer-, y hay bastante para repetir, bastante para las visitas...

Y los años que pasan, que vuelan; las voces, y los rostros, y las gentes; las primeras conversaciones, siempre las mismas. La voz de Emily Robinson, en su mecedora, en la oscuridad de la noche veraniega, la última noche que estuvo con ella, la noche en que ella descubrió su secreto, su voz, al decir:

-Miro las caras de todos los niñitos que pasan. Y a veces pienso: ¡Qué vergüenza! ¡Qué vergüenza que todas esas flores hayan de ser cortadas, que sea preciso extinguir el fulgor de esos fuegos! Qué vergüenza que éstos, todos esos que vemos en las escuelas o correteando por ahí hayan de tornarse altos y desagradables; que luego lleguen las arrugas, la sal y la pimienta en el pelo, o la calvicie, para luego, finalmente, puros huesos y resuellos, tener que morir, enterrados y olvidados. Cuando oigo reír a los niños, me resulta imposible creer que hayan de recorrer la misma senda por la que yo camino. Y sin embargo, ¡vienen! Aún recuerdo aquel poema de Wordsworth: "...cuando de pronto vi una multitud, una hueste de dorados lirios, cerca del lago, bajo los árboles, lirios que se agitan y se mecen en la brisa". Eso es lo que a mí me parecen los niños, pese a lo crueles que son a veces, a pesar de saber cuán malvados pueden ser. Pero no les asoma todavía la maldad en torno a los ojos, aún no se lee la malicia en su mirada, sus ojos aún no se han saturado de cansancio. ¡Es tanta el ansia que sienten por todo! Me imagino que eso es lo que más echo a faltar en las personas mayores, que en nueve de cada diez casos han perdido ese ansia, esa frescura, a quienes se les ha escurrido desagüe abajo tanta de su energía vital... Adoro ver cómo salen cada día los niños de la escuela; es como si sus puertas lanzasen florecillas a la calle. ¿Qué se siente, Willie? ¿Qué siente uno al ser eternamente joven? ¿Cómo es parecer una moneda de plata recién acuñada? ¿Eres feliz? ¿Te encuentras tan estupendamente como dice tu aspecto?

La bola de béisbol llegó zumbando desde el cielo azul; le dio a su mano un picotazo, como un gran insecto pálido. Mientras se la acariciaba, Willie oyó a su memoria decir:

"Trabajé con lo que tenía. Después de morir mis parientes, tras descubrir que no podía encontrar en ningún sitio trabajo de adulto, probé suerte en las ferias, pero sólo conseguí que se rieran de mí. "Hijo -me dijeron-, no eres un enano, e incluso aunque lo seas, ¡tu aspecto es de un chico normal! Queremos enanos con cara de enanos. Lo siento, hijo, lo siento." Así que me fui de casa, y eché a andar pensando: ¿Qué era yo? Un niño. Tenía aspecto de niño, tenía voz de niño, así que podría perfectamente seguir siendo un niño. De nada valía luchar contra ello. De nada serviría gritar. ¿Qué podía hacer, pues? ¿Qué trabajo tenía a mi alcance? Y un buen día vi a un hombre en un restaurante mirar las fotografías que de sus hijos le enseñaba otro hombre. "Claro que me gustaría tener hijos -decía-, ya lo creo que me gustaría." No hacía más que mover con desánimo la cabeza. Y yo sentado allí, a unos pocos asientos de él, con una hamburguesa entre las manos. Me quedé allí sentado, ¡helado! En aquel mismo instante supe cuál iba a ser mi trabajo durante el resto de mi vida. Sí, había trabajo para mí, después de todo: hacer felices a gentes solitarias. Mantenerme ocupado. Jugar eternamente. Me di cuenta de que tendría que jugar eternamente. Repartir unos cuantos periódicos, hacer recados, segar unos cuantos céspedes. Quizá. Ahora, ¿trabajos pesados? Jamás. Todo cuanto tendría que hacer consistiría en ser hijo de una madre y orgullo de un padre. Me dirigí al hombre que se encontraba un poco más abajo que yo en la barra. "Discúlpeme", le dije, y le sonreí..."

-Pero Willie -le había dicho hacía mucho la señora Emily-, ¿nunca te has sentido solo? ¿Nunca has querido... esas cosas que los adultos desean?

-Esa batalla la tuve que librar yo solo -dijo Willie.

"Soy un chiquillo -me dije-, tendré que vivir en un mundo de chiquillos, leer libros para niños, jugar a juegos de niños, desconectarme de todo lo demás. No puedo ser las dos cosas. Yo sólo tengo que ser una cosa: joven. Así que hice mi papel. ¡Oh, no fue fácil! Hubo momentos..." Se interrumpió y se sumió en el silencio.

"Y la familia con la que vivías, ¿no llegó a saberlo nunca?"

"No. Decírselo hubiera estropeado todo. Les conté que me había escapado; les dejé comprobarlo por conducto oficial, por la policía. Después, cuando no apareció ninguna ficha ni denuncia, dejé que solicitasen mi adopción. Eso era lo mejor de todo, siempre y cuando no sospechasen nada. Pero, entonces, después de tres años, o de cinco, se imaginaban lo que pasaba, o llegaba un viajante que me conocía, o me tropezaba con un feriante, y aquello se acababa. Siempre tenía que acabar."

"¿Y tú eres muy feliz? ¿Es agradable seguir siendo niño durante cuarenta años?"

"Como suele decirse, es una forma de ganarse la vida. Y cuando uno hace felices a otras personas, casi se es feliz también. Sea como fuere, dentro de unos cuantos años estaré ya en mi segunda infancia. Habré doblado el cabo de las tormentas, habré olvidado las insatisfacciones y casi todos los sueños. Tal vez entonces pueda comportarme con naturalidad y representar mi papel hasta el final."

Lanzó una última vez la bola de béisbol y rompió el ensueño. Corrió a coger su equipaje. Tom, Bill, Jamie, Bobb, Sam; sus nombres se movieron sobre sus labios. Percibió el embarazo de los muchachos al irles estrechando la mano.

-Bueno, Willie, después de todo no es como si te fueras a China o a Tombuctú.

-Así es, ¿verdad? -Willie no se movió.

-Hasta pronto, Willie. Nos veremos la semana que viene.

-Hasta pronto, hasta pronto.

Y fue alejándose con la maleta, mirando a los árboles, alejándose de los muchachos y de la calle en la que había vivido. Al doblar una esquina aulló el silbato de un tren, y echó a correr.

Lo último que vio y oyó fue una blanca bola de béisbol lanzada a lo alto de un tejado, atrás y adelante, atrás y adelante, los gritos de dos voces (la bola lanzada hacia arriba, y luego abajo y otra vez a través del cielo). "¡Annie, Annie, basta! ¡Basta, Annie, basta!", gritos como los de los pájaros al volar hacia el lejano sur.

Se despertó de madrugada, una madrugada con olor de la neblina y del frío metal, envuelto en el olor ferroso del tren que lo rodeaba, los huesos sacudidos, entumecidos los miembros por toda una noche de viaje. Se despertó con olor de sol tras el horizonte; su vista se tendió sobre una pequeña villa recién surgida del sueño. Se estaban encendiendo las primeras luces, murmuraban quedas las voces; una señal roja oscilaba adelante y atrás, atrás y adelante, en el aire frío de la mañana. Había ese silencio somnoliento en el cual los ecos están dignificados por la claridad, en el cual los ecos se encuentran desnudos, nítidos y solitarios. Pasó un mozo de tren, una sombra entre las sombras.

-Señor -dijo Willie.

El mozo se detuvo.

-¿Cómo se llama esta ciudad? -susurró el chico desde la oscuridad.

-Valleyville.

-¿Cuántos habitantes tiene?

-Diez mil. ¿Por qué lo preguntas? ¿Te bajas aquí?

-Parece verde. -Willie permaneció largo rato escrutando la ciudad sumida en la madrugada-. Parece agradable y tranquila -añadió.

-Hijo -dijo el mozo-, ¿de verdad sabes a dónde vas?

-Aquí -respondió Willie. Y se levantó tranquilamente en la madrugada tranquila, fría, saturada de olor a hierro, en la oscuridad del tren, con un rozar de ropas, perturbando el silencio.

-Chico, confío en que sepas lo que te haces -dijo el mozo de tren.

-Sí, señor, sé lo que me hago. -Y descendió al oscuro andén, con el equipaje en pos, en manos del mozo; salió a la mañana que recibía las primeras luces, la mañana humeante y fría que condensaba el aliento. Permaneció un instante con la vista alzada hacia el mozo y hacia el negro tren de metal, contra el fondo de las pocas estrellas que aún quedaban. El tren exhaló un gran soplido aullante en su silbato, los mozos del tren gritaron a lo largo de toda la hilera de vagones, los coches saltaron, y su mozo sonrió y ondeó la mano en señal de saludo al chico que allí se quedaba, a aquel chico pequeñín con su maletón que le estaba gritando algo, a pesar de que la máquina volvía a soltar su silbido.

-¿Qué? -gritó el mozo, con la mano haciendo pabellón en la oreja.

-¡Deséeme suerte! -gritó Willie.

-¡La mejor del mundo, hijo! -exclamó el mozo, saludando, sonriendo-. ¡Muchacho, la mejor del mundo!

-Gracias -dijo Willie en mitad del estrépito del tren, en el vapor y el rugido.

Permaneció mirando al negro tren hasta que se fue completamente y se perdió de vista en la lejanía. No se movió durante todo el tiempo que tardó en irse. Allí se estuvo, quietecito en el fatigado andén de madera, doce años de chiquillo, y sólo después de pasados tres minutos completos se volvió para, por fin, encararse con las calles desiertas.

Después, mientras el sol se alzaba, echó a andar a toda prisa para guardar el calor, bajando de la estación, entrando en la nueva ciudad.

Ray Bradbury




domingo, junio 24, 2007

Hotel California

Hotel California

On a dark desert highway, cool wind in my hair
Warm smell of colitas, rising up through the air
Up ahead in the distance, I saw a shimmering light
My head grew heavy and my sight grew dim
I had to stop for the night
There she stood in the doorway;
I heard the mission bell
And I was thinking to myself,
’this could be heaven or this could be hell’
Then she lit up a candle and she showed me the way
There were voices down the corridor,
I thought I heard them say...

Welcome to the hotel california
Such a lovely place
Such a lovely face
Plenty of room at the hotel california
Any time of year, you can find it here

Her mind is tiffany-twisted, she got the mercedes bends
She got a lot of pretty, pretty boys, that she calls friends
How they dance in the courtyard, sweet summer sweat.
Some dance to remember, some dance to forget

So I called up the captain,
’please bring me my wine’
He said, ’we haven’t had that spirit here since nineteen sixty nine’
And still those voices are calling from far away,
Wake you up in the middle of the night
Just to hear them say...

Welcome to the hotel california
Such a lovely place
Such a lovely face
They livin’ it up at the hotel california
What a nice surprise, bring your alibis

Mirrors on the ceiling,
The pink champagne on ice
And she said ’we are all just prisoners here, of our own device’
And in the master’s chambers,
They gathered for the feast
The stab it with their steely knives,
But they just can’t kill the beast

Last thing I remember, I was
Running for the door
I had to find the passage back
To the place I was before
’relax,’ said the night man,
We are programmed to receive.
You can checkout any time you like,
But you can never leave!

Eagles




viernes, junio 22, 2007

Triana

Sevilla

Me da igual cantar en Sierpes que en la plaza nueva.
Pasear por esas callecitas tan estrechas.
Quiero ser un vagabundo más, tapado por estrellas
que alumbran mi ciudad.

Me senté en una plaza llena de colores,
y aspiré el suave aroma que dejan las flores,
al amanecer.

Quiero ser un vagabundo más, tapado por estrellas
que alumbran mi ciudad.

Recorrer senderos del parque de María Luisa,
y tirar piropos que se eleven con la brisa
al amanecer.

Compartir en la noche un momento, compartir en silencio
el deseo de vivir.
Y jugar a ser paloma que cruza Triana,
ser jardín entre naranjos blancos de azahares.

Compartir en la noche un momento, compartir en silencio
el deseo de vivir.

Me da igual cantar en Sierpes que en la plaza nueva.

Arturo Pareja Obregón

No me he olvidado, mon Petit, esta noche lo veo ;)

domingo, junio 17, 2007

Desperado

Dice Álex que voy a acabar con todos los cuentos y creo que eso es difícil pero, por si acaso, voy a ir alternando con música. Con permiso, ésta me la dedico a mí.

DESPERADO

Desperado, why don't you come to your senses?
You been out ridin' fences for so long now
Oh, you're a hard one
I know that you got your reasons
These things that are pleasin' you
Can hurt you somehow

Don't you draw the queen of diamonds, boy
She'll beat you if she's able
You know the queen of hearts is always your best bet

Now it seems to me, some fine things
Have been laid upon your table
But you only want the ones that you can't get

Desperado, oh, you ain't gettin' no younger
Your pain and your hunger, they're drivin' you home
And freedom, oh freedom well, that's just some people talkin'
Your prison is walking through this world all alone

Don't your feet get cold in the winter time?
The sky won't snow and the sun won't shine
It's hard to tell the night time from the day
You're loosin' all your highs and lows
Ain't it funny how the feeling goes away?

Desperado, why don't you come to your senses?
Come down from your fences, open the gate
It may be rainin', but there's a rainbow above you
You better let somebody love you, before it's too late

Eagles


Carta de un loco

Querido doctor, me pongo en sus manos. Haga usted de mí lo que guste.

Voy a decirle con toda franqueza mi extraño estado de ánimo, y juzgue si no sería mejor que cuidasen de mí durante algún tiempo en una casa de salud, en vez de dejarme presa de las alucinaciones y sufrimientos que me atormentan.

Ésta es la historia, larga y exacta, de la singular enfermedad de mi alma.

Vivía yo como todo el mundo, mirando la vida con los ojos abiertos y ciegos del hombre, sin sorprenderme ni comprender. Vivía como viven las bestias, como vivimos todos, cumpliendo todas las funciones de la existencia, analizando y creyendo ver, creyendo saber, creyendo conocer lo que me rodea, cuando un día me di cuenta de que todo es falso.

Fue una frase de Montesquieu la que súbitamente iluminó mi pensamiento. Es ésta: «Un órgano de más o de menos en nuestra máquina nos hubiera dado una inteligencia distinta. En una palabra, todas las leyes asentadas sobre el hecho de que nuestra máquina es de una determinada forma serían diferentes si nuestra máquina no fuera de esa forma.»

He pensado en esto durante meses, meses y meses, y poco a poco ha penetrado en mí una extraña claridad, y esa claridad ha creado ahí la oscuridad.

En efecto, nuestros órganos son los únicos intermediarios entre el mundo exterior y nosotros. Es decir, que el ser interior que constituye el yo se halla en contacto, mediante algunos hilillos nerviosos, con el ser exterior que constituye el mundo.

Pero, además de que ese ser exterior se nos escapa por sus proporciones, su duración, sus propiedades innumerables e impenetrables, sus orígenes, su futuro o sus fines, sus formas lejanas y sus manifestaciones infinitas, nuestros órganos, sobre la parcela que de él podemos conocer, no nos suministran otra cosa que informes tan inseguros como poco numerosos. Inseguros, porque únicamente son las propiedades de nuestros órganos las que determinan para nosotros las propiedades aparentes de la materia.

Poco numerosos, porque al no ser nuestros sentidos más que cinco, el campo de sus investigaciones y la naturaleza de sus revelaciones se hallan necesariamente muy restringidos.
Me explico: la vista nos indica las dimensiones, las formas y los colores. Nos engaña en esos tres puntos.

No puede revelarnos otra cosa que los objetos y seres de dimensión media, proporcionados a la estatura humana, lo cual nos lleva a aplicar la palabra grande a determinadas cosas y la palabra pequeño a otras, sólo porque su debilidad no le permite conocer lo que es demasiado vasto o demasiado menudo para él. De ahí resulta que no se sabe ni se ve casi nada, que el universo casi entero le queda oculto, la estrella que habita el espacio y el animálculo que habita la gota de agua.

Incluso aunque tuviera cien millones de veces su potencia normal, aunque viese en el aire que respiramos todas las especies de seres invisibles, así como los habitantes de los planetas próximos, todavía quedarían numerosos infinitos de especies de animales más pequeños y mundos tan lejanos que jamás alcanzaría.

Así pues, todas nuestras ideas de proporción son falsas porque no hay límite posible en la magnitud ni en la pequeñez.

Nuestra apreciación sobre las dimensiones y las formas no tiene ningún absoluto al venir determinada únicamente por la potencia de un órgano y por una comparación constante con nosotros mismos.

Hemos de añadir que la vista todavía es incapaz de ver lo transparente. Un cristal sin defecto la engaña. Lo confunde con el aire que tampoco ve.

Pasemos al color.

El color existe porque nuestra vista está hecha de modo que transmite al cerebro, en forma de color, las diversas formas en que los cuerpos absorben y descomponen, siguiendo su constitución química, los rayos luminosos que dan en ellos.

Todas las proporciones de esa absorción y de esa descomposición constituyen matices.

Así pues, este órgano impone a la inteligencia su modo de ver, mejor dicho, su forma arbitraria de constatar las dimensiones y de apreciar las relaciones de la luz y la materia.

Analicemos el oído.

Somos juguetes y víctimas, más todavía que en el caso de la vista, de ese órgano fantasioso.
Dos cuerpos, al chocar, producen cierta vibración de la atmósfera. Ese movimiento hace estremecerse en nuestra oreja cierta pielecilla que trueca inmediatamente en ruido lo que en realidad no es otra cosa que una vibración.

La naturaleza es muda. Pero el tímpano posee la propiedad milagrosa de transmitirnos en forma de sentidos, y de sentidos diferentes según el número de vibraciones, todos los estremecimientos de las ondas invisibles del espacio.

Esa metamorfosis realizada por el nervio auditivo en el breve trayecto de la oreja al cerebro nos ha permitido crear un arte extraño, la música, la más poética y precisa de las artes, vaga como un sueño y exacta como el álgebra.

¿Qué decir del gusto y del olfato? ¿Conoceríamos los perfumes y la calidad de los alimentos sin las propiedades peregrinas de nuestra nariz y nuestro paladar?

Sin embargo, la humanidad podría existir sin oído, sin gusto y sin olfato, es decir, sin ninguna noción del ruido, del sabor y del olor.

Así pues, si tuviéramos algunos órganos menos, desconoceríamos cosas admirables y singulares, pero si tuviéramos algunos más, descubriríamos a nuestro alrededor una infinidad de otras cosas que nunca supondremos por falta de medio para constatarlas.

Por lo tanto, nos equivocamos cuando juzgamos lo Conocido, y estamos rodeados de Desconocido inexplorado.

Por lo tanto, todo es inseguro, y puede apreciarse de diferentes maneras.

Todo es falso, todo es posible, todo es dudoso.

Formulemos esta certidumbre sirviéndonos del viejo proverbio: «Verdad a este lado de los Pirineos, error al otro lado.»

Y decimos: verdad en nuestro órgano, error en el de al lado.

Dos y dos no deben ser cuatro fuera de nuestra atmósfera.

Verdad en la tierra, error más lejos, de donde deduzco que los misterios vislumbrados como la electricidad, el sueño hipnótico, la transmisión de la voluntad, la sugestión y todos los fenómenos magnéticos sólo siguen ocultos para nosotros porque la naturaleza no nos ha proporcionado el órgano o los órganos necesarios para comprenderlos.

Después de haberme convencido de que todo lo que me revelan mis sentidos sólo existe para mí tal como yo lo percibo, y de que sería totalmente diferente para otro ser organizado de otro modo, después de haber llegado a la conclusión de que una humanidad hecha de otra forma tendría sobre el mundo, sobre la vida y sobre todo ideas absolutamente opuestas a las nuestras, porque el acuerdo de las creencias sólo deriva de la similitud de los órganos humanos, y las divergencias de opiniones provienen únicamente de ligeras diferencias de funcionamiento de nuestros hilillos nerviosos, he hecho un esfuerzo de pensamiento sobrehumano para suponer lo impenetrable que me rodea.

¿Me he vuelto loco?

Me he dicho: «Estoy rodeado de cosas desconocidas.» He supuesto al hombre desprovisto de orejas y he supuesto el sonido como suponemos tantos misterios ocultos; el hombre constata fenómenos acústicos cuya naturaleza y procedencia no podría determinar. Y he tenido miedo de todo lo que me rodea, miedo del aire, miedo de la oscuridad. Desde el momento en que no podemos conocer casi nada, y desde el momento en que todo es ilimitado, ¿qué es el resto? ¿No es el vacío? ¿Qué hay en el vacío aparente?

Y ese terror confuso de lo sobrenatural que acosa al hombre desde el nacimiento del mundo es legítimo, porque lo sobrenatural no es otra cosa que lo que permanece velado para nosotros.
Entonces he comprendido el espanto. Me ha parecido que rozaba constantemente el descubrimiento de un secreto del universo.

He intentado aguzar mis órganos, excitarlos, hacerles percibir por momentos lo invisible.
Me he dicho: «Todo es un ser. El grito que pasa en el aire es un ser comparable a la bestia, puesto que nace, produce un movimiento y se transforma incluso para morir. Por lo tanto, el espíritu pusilánime que cree en seres incorpóreos no se equivoca. ¿Quiénes son?»
¡Cuántos hombres los presienten, se estremecen cuando se acercan, tiemblan con su imperceptible contacto! Uno los siente a su lado, alrededor, pero es imposible distinguirlos, porque no tenemos los ojos que los verían, o mejor dicho el órgano desconocido que podría descubrirlos.

Así pues, sentía en mí, más que nadie, a esos transeúntes sobrenaturales. ¿Seres o misterios? ¿Lo sé acaso? No podría decir lo que son, pero siempre podría señalar su presencia. Y he visto -he visto un ser invisible- hasta donde puede verse a esos seres.

Permanecía noches enteras inmóvil, sentado ante mi mesa, con la cabeza entre las manos y pensando en esto, pensando en ellos. De pronto creí que una mano intangible, o más bien un cuerpo inasequible, rozaba ligeramente mi pelo. No me tocaba, por no ser de esencia carnal, sino de esencia imponderable, incognoscible.

Pero una noche oí crujir el entarimado a mis espaldas. Crujió de un modo singular. Me estremecí. Me volví. No vi nada. Y no volví a pensar en ello.

Pero al día siguiente, a la misma hora, se produjo el mismo ruido. Tuve tanto miedo que me levanté, seguro, completamente seguro de que no estaba solo en mi cuarto. No se veía nada sin embargo. El aire estaba límpido y transparente en todas partes. Mis dos lámparas iluminaban todos los rincones.

El ruido no se repitió y fui calmándome poco a poco; sin embargo, permanecía inquieto y me volvía a menudo.

Al día siguiente me encerré a hora temprana, buscando la forma en que podría conseguir ver lo Invisible que me visitaba.

Y lo vi. Estuve a punto de morir de terror.

Había encendido todas las bujías de mi chimenea y de mi lustro. La habitación estaba iluminada como para una fiesta. Sobre la mesa ardían mis dos lámparas.

Frente a mí, la cama, una vieja cama de roble con columnas. A la derecha, mi chimenea. A la izquierda, la puerta, con el cerrojo echado. A mi espalda, un grandísimo armario de luna. Me miré en él. Tenía unos ojos extraños y las pupilas muy dilatadas.

Luego me senté como todos los días.

La víspera y la antevíspera el ruido se había producido a las nueve y veintidós minutos. Esperé. Cuando llegó el momento preciso, percibí una sensación indescriptible, como si un fluido, un fluido irresistible hubiera penetrado en mí por todas las parcelas de mi carne, sumiendo mi alma en un espanto atroz. Y se produjo el crujido, justo a mi lado.

Me incorporé volviéndome tan deprisa que estuve a punto de caerme. Se veía como en pleno día, ¡pero yo no me vi en el espejo! Estaba vacío, claro, lleno de luz. Yo no estaba dentro, y sin embargo me hallaba enfrente. Lo miré con ojos enloquecidos. No me atrevía a avanzar hacia él, sintiendo que entre nosotros se interponía él, lo Invisible, y que me tapaba.

¡Qué miedo pasé! Y he aquí que empecé a verlo envuelto en bruma en el fondo del espejo, en una bruma como a través del agua; y me parecía que aquella agua fluía de izquierda a derecha, lentamente, volviéndome más preciso segundo a segundo. Era como el final de un eclipse. Lo que me tapaba no tenía contornos, sino una especie de transparencia opaca que iba aclarándose poco a poco.

Y finalmente pude verme con claridad, como hago todos los días cuando me miro.

¡Lo había visto!

Y no he vuelto a verlo.

Pero lo espero sin cesar, y siento que mi cabeza se extravía en esa espera.

Permanezco horas, noches, días y semanas delante del espejo esperándolo. ¡Ya no viene!

Ha comprendido que yo lo había visto. Mas yo sé que lo esperaré siempre, hasta la muerte, que lo esperaré sin descanso, delante de ese espejo, como un cazador al acecho.

Y en ese espejo empiezo a ver imágenes locas, monstruos, cadáveres horribles, toda clase de bestias espantosas, de seres atroces, todas las visiones inverosímiles que deben acosar la mente de los locos.

Ésta es mi confesión, querido doctor. Dígame qué debo hacer.

Guy de Maupassant

viernes, junio 15, 2007

Fallen

I can believe it
You're a dream coming true
I can believe it
I have fallen for you

Y sé que eres tú
el que me hace suspirar
Y sé que por tí
yo podría llorar

You are the one
who's lead me to the sun
How could I know
That I'd be lost without you

I want to tell you
you control your game
I wanna let you know
you're alive in my veins

Yo nunca fui
estrella que desear
Ahora sí
Tú me has dado vida

I want to tell you
you control your game
I want you to know
you're alive in my veins

Y apago la luz
para verte mejor
y saborear
este sueño de amor

I have fallen for you
(yo podría llorar)
I have fallen for you

I just wanna tell you
You're a dream coming true
(este sueño de amor)

I have fallen for you
I have fallen for you
I have fallen for you


Presuntos Implicados & Randy Crawford

martes, junio 12, 2007

Un español habla de su tierra

Las playas, parameras
Al rubio sol durmiendo,
Los oteros, las vegas
En paz, a solas, lejos;

Los castillos, ermitas,
Cortijos y conventos,
La vida con la historia,
Tan dulces al recuerdo,

Ellos, los vencedores
Caínes sempiternos,
De todo me arrancaron.
Me dejan el destierro.

Una mano divina
Tu tierra alzó en mi cuerpo
Y allí la voz dispuso
Que hablase tu silencio.

Contigo solo estaba,
En ti sola creyendo;
Pensar tu nombre ahora
Envenena mis sueños.

Amargos son los días
De la vida, viviendo
Sólo una larga espera
A fuerza de recuerdos.

Un día, tú ya libre
De la mentira de ellos,
Me buscarás. Entonces
¿Qué ha de decir un muerto?

Luis Cernuda (Las nubes)

Mucho gusto

"Se habían encontrado en la barra de un bar, cada uno frente a una jarra de cerveza, y habían empezado a conversar al principio, como es lo normal, sobre el tiempo y la crisis, luego, de temas varios, y no siempre racionalemente encadenados. Al parecer, el flaco era escritor, el otro, un señor cualquiera. No bien supo que el flaco era literato, el señor cualquiera, empezó a elogiar la condición de artista, eso que llamaba el sencillo privilegio de poder escribir.

- No crea que es algo tan estupendo -dijo el Flaco-, también hay momentos de profundo desamparo en lo que se llega a la conclusión de que todo lo que se ha escrito es una basura; probablemente no lo sea, pero uno así lo cree. Sin ir más lejos, no hace mucho, junté todos mis inéditos, o sea un trabajo de varios años, llamé a mi mejor y le dije: 'Mira, esto no sirve, pero comprenderás que para mi es demasiado doloroso destruirlo, así que hazme un favor; quémalos; júrame que lo vas a quemar'. Y me lo juró.

El señor cualquiera quedó muy impresionado ante aquel gesto autocrítico, pero no se atrevió a hacer ningún comentario. Tras un buen rato de silencio, se rascó la nuca y empinó la jarra de cerveza.

- Oiga, don -dijo sin pestañear-, hace rato que hemos hablado y ni siquiera nos hemos presentado, mi nombre es Ernesto Chavez, viajante de comercio. -Y le tendío la mano.

- Mucho gusto -dijo el otro, oprimiéndola con sus dedos huesudos-, Franz Kafka para servirle."

Mario Benedetti (Despistes y franquezas)

sábado, junio 09, 2007

Después

-Queridos -dijo la condesa- hay que ir a acostarse.

Los tres, niños y niñas, se levantaron y fueron a abrazar a su abuela.

Después vinieron a darle las buenas noches al señor cura, que había cenado en el castillo como todos los jueves.

El abad Mauduit sentó a dos sobre sus rodillas, pasando sus largos brazos vestidos de negro por detrás del cuello de los niños y, aproximando sus cabezas con un movimiento paternal, les besó la frente con un beso muy tierno.

Después los volvió a poner en el suelo, y las pequeñas criaturas, el niño delante y las niñas detrás, se fueron.

-¿Le gustan los niños, señor cura? -preguntó la condesa.

-Mucho, señora.

La anciana señora levantó sus ojos claros hacia el sacerdote.

-Y... su soledad, ¿nunca le ha pesado demasiado?

-Sí, a veces.

Él se calló, dudó, y después continuó:

-Pero yo no he nacido para la vida mundana.

-¿Qué sabe usted de eso?

-¡Oh! Lo sé bastante bien. Yo fui creado para ser sacerdote, he seguido mi senda.

La condesa lo observaba continuamente:

-Veamos, señor cura, dígame, dígame, ¿como se decidió a renunciar a todo lo que nos hace amar la vida, a todo lo que nos consuela y nos sostiene?. ¿Quién lo ha empujado o inducido a apartarse del gran camino natural, del matrimonio y la familia? Usted no es ni un exaltado, ni un fanático, ni un sombrío, ni un triste. ¿Ha sido algún acontecimiento, una pena, lo que lo ha decidido a pronunciar votos de por vida?

El abad Mauduit se levantó y se aproximó al fuego, después extendió hacia las llamas sus zapatones de sacerdote de pueblo. Parecía siempre dudar a la hora de responder.

Era un enorme anciano de cabellos blancos que prestaba sus servicios desde hacía veinte años en la comunidad de Saint-Antoine-du-Rocher. Los campesinos decían de él:

-Es un buen hombre.

En efecto, era un gran hombre, condescendiente, familiar, bondadoso y, sobre todo, generoso.
Como San Martín, él había rasgado en dos su abrigo. Era de risa fácil y lloraba también por poca cosa, como una mujer, lo que le perjudicaba incluso un poco ante el carácter rudo de los campesinos.

La anciana condesa de Saville, retirada en su castillo de Rocher para cuidar a sus nietos después de las muertes sucesivas de su hijo y su nuera, quería mucho a su sacerdote, y decía de él: "Es un encanto".

Él venía todos los jueves a pasar la noche con la dueña del castillo y se había creado entre ellos una buena y franca amistad entre ancianos.

Se entendían casi con medias palabras, siendo los dos buenas personas, con esa bondad de las gentes sencillas y tiernas.

Ella insistía:

-Veamos, señor cura, confiese usted.

Él repetía:

-Yo no había nacido para la vida común. Me di cuenta a tiempo felizmente, y muy a menudo he constatado que no me he equivocado.

Mis padres, vendedores merceros en Verdiers, y bastante ricos, tenían muchas esperanzas puestas en mí. Me mandaron a una pensión muy joven. No se sabe lo que puede llegar a sufrir un niño en un colegio por el mero hecho de la separación, del aislamiento. Esta vida uniforme y sin ternura es buena para unos, detestable para otros. Los seres pequeños tienen a menudo el corazón mucho más sensible de lo que uno cree y, encerrándolos así, demasiado pronto, lejos de aquellos que aman, se puede desarrollar hasta el exceso una sensibilidad que se exalta, que se convierte en enfermiza y peligrosa.

Yo no jugaba apenas, no tenía compañeros, pasaba mis horas echando de menos la casa, lloraba por la noche en mi cama, me rompía la cabeza para reencontrar recuerdos de mi hogar, recuerdos insignificantes, pequeñas cosas, pequeños sucesos. Pensaba sin cesar en todo lo que había dejado allá. Me convertía muy lentamente en un exaltado para quien las más ligeras contrariedades eran horribles penas.

Con todo esto yo permanecía taciturno, cerrado en mí mismo, sin expansión, sin confidentes. Este trabajo de excitación mental se hacía sobria y concienzudamente. Los nervios de los niños son rápidamente sacudidos; deberíamos vigilar a aquellos que viven en una paz profunda, hasta su desarrollo casi completo. Pero, ¿quién puede pensar que, para algunos colegiales, un castigo injusto puede ser un dolor tan grande como lo será más tarde la muerte de un amigo? ¿Quien se da cuenta exactamente de que algunas almas jóvenes sufren por una nimiedad emociones terribles, y son, en poco tiempo, almas enfermas, incurables?

Este fue mi caso. Esta facultad de lamento se desarrolló en mí de forma que toda mi existencia se convirtió en un martirio.

No lo decía, no decía nada, pero poco a poco me volví de una sensibilidad, o más bien, de una sensitividad tan viva que mi alma parecía una herida abierta. Todo lo que la tocaba le producía retortijones de dolor, vibraciones horrorosas, y como consecuencia verdaderos estragos. ¡Felices los hombres que la naturaleza ha acorazado de indiferencia y armado de estoicismo!

Llegué a los dieciséis años. Una timidez excesiva me caracterizaba como consecuencia de esta capacidad para sufrir con todo. Sintiéndome desnudo ante todos los ataques del azar o del destino, temía todos los contactos, todos los acercamientos, todos los acontecimientos. Vivía en alerta como bajo la amenaza constante de una desgracia desconocida y siempre esperada. No osaba ni hablar, ni intervenir en público. Tenía la sensación de que la vida era una batalla, una lucha espantosa donde se reciben golpes tremendos, heridas dolorosas, mortales. En lugar de alimentar, como todos los hombres, la feliz esperanza del día después, solo mantenía un confuso temor y sentía en mí una especie de ganas de esconderme, de evitar este combate en el que yo sería vencido y muerto.

Rematados mis estudios, me dieron seis meses de vacaciones para escoger una carrera. Un acontecimiento muy simple me hizo de repente ver claro, me mostró el estado enfermizo de mi espíritu, me hizo comprender el peligro y me hizo tomar la decisión de escapar.

Verdiers es una pequeña ciudad rodeada de llanuras y bosques. En la calle principal se encontraba la casa de mis padres. Últimamente, pasaba mis días lejos de esta morada que tanto había echado de menos, tanto había deseado. Se habían despertado en mí sueños, y me paseaba por los campos, completamente solo, para dejarlos escapar, echar a volar.

Mi padre y madre, muy ocupados con su comercio y preocupados por mi porvenir, no me hablaban más que de sus ventas o de mis posibles proyectos. Me querían como una persona positiva, de espíritu práctico; me querían con la razón antes que con su corazón. Yo vivía amurallado en mis pensamientos y tembloroso con mi eterna inquietud.

Ahora bien, una tarde, después de un largo recorrido, percibí, cuando regresaba a zancadas para no llegar tarde, un perro que corría hacia mí. Era una especie de podenco rojo, muy delgado, con largas orejas rizadas.

Cuando estuvo a diez pasos se detuvo. Y yo hice lo mismo. Entonces él se puso a agitar la cola y se aproximó a pasitos, con movimientos de temor en todo el cuerpo, doblándose sobre sus patas como para implorarme y moviendo suavemente la cabeza. Lo llamé. Hizo como si se rebajara, con un aspecto tan humilde, tan triste, tan suplicante, que sentí las lágrimas en los ojos. Fui hacia él, se fue, después volvió y yo me arrodillé mostrándole ternura a fin de atraerlo. Pon fin estuvo al alcance de mi mano y, muy suavemente, lo acaricié con precauciones infinitas.

Entonces él se animó, se levantó poco a poco, posó sus patas sobre mis hombros y se puso a lamerme la cara. Me siguió hasta casa.

Fue realmente el primer ser que yo amaba apasionadamente porque él me devolvía mi ternura. Mi afecto por este animal fue, en verdad, exagerado y ridículo. Me parecía, confusamente, que éramos dos hermanos perdidos sobre la tierra, tan aislados y sin defensa el uno como el otro. Él ya no me dejaba nunca, dormía a los pies de mi cama, comía en la mesa a pesar del descontento de mis padres y me seguía en mis recorridos solitarios.

A menudo me detenía sobre el borde de una zanja y me sentaba en la hierba. Sam en seguida acudía, se acostaba a mi lado o sobre mis rodillas y levantaba mi mano con la punta del hocico a fin de hacerse acariciar.

Un día, hacia finales de junio, estando en la carretera de Saint-Pierre-de-Chabrol, vi venir la diligencia de Ravereau. Se acercaba al galope tirada por cuatro caballos, con su maletero amarillo y la capota de cuero negro que cubría su imperial. El cochero hacía chasquear su látigo; una nube de polvo se levantaba bajo las ruedas del pesado carruaje y después ondeaba por detrás, como una nube.

Y de repente, a medida que se acercaba hacia mí, Sam, asustado tal vez por el ruido y queriendo juntarse conmigo, se lanzó delante de ella. La pata de un caballo lo derribó. Lo vi rodar, girar, volver a levantarse, volver a caer sobre todas sus patas. Después la diligencia entera dio dos grandes sacudidas y vi detrás de ella, en medio del polvo, algo que se agitaba sobre la carretera. Estaba casi cortado en dos, todo el interior de su vientre colgaba desgarrado, salía sangre a borbotones. Intentó levantarse, caminar, pero sólo las dos patas de delante podían moverse y arañar la tierra, como para hacer un agujero. Las otras dos estaban ya muertas. Aullaba horrorosamente, loco de dolor.

Murió en algunos minutos. No puedo expresar lo que sentí y cuánto he sufrido. Estuve en cama durante un mes.

Pero, una tarde, furioso mi padre por verme en este estado por tan poca cosa, gritó:

-¡Qué pasará cuando tengas verdaderas penas, si pierdes a tu mujer, a tus hijos! Mira que eres tonto!

Estas palabras, desde entonces, permanecieron en mi cabeza, me atormentaron: "¡Qué será entonces, cuando tengas verdaderas penas, si pierdes a tu mujer, a tus hijos!"

Y comencé a ver claro en mí. Comprendí por qué todas las pequeñas miserias de cada día tomaban ante mis ojos una importancia catastrófica. Me di cuenta de que yo estaba hecho para sufrir intensamente por todo, para percibir todas las impresiones dolorosas, multiplicadas por mi sensibilidad enferma, y un miedo atroz a la vida me sobrecogió.

No tenía pasiones, ni ambiciones; me decidí a sacrificar las posibles alegrías para evitar los dolores certeros. La existencia es corta, yo la pasaré al servicio de los demás, aliviando sus penas y gozando con su felicidad, me decía a mí mismo. No experimentando directamente ni las unas ni las otras, no recibiría más que las emociones debilitadas.

Y sin embargo, ¡si usted supiera cómo la miseria me tortura, me destroza! Pero lo que habría sido para mi un intolerable sufrimiento, se convirtió en conmiseración y piedad.

Estas penas, que toco a cada instante, no las hubiera soportado cayendo sobre mi propio corazón. No habría podido ver morir a uno de mis hijos sin morir yo mismo. Y, a pesar de todo, he mantenido un miedo tal, oscuro y penetrante, a los acontecimientos, que la visión del cartero en mi casa me hace pasar cada día un escalofrío por las venas, y sin embargo en estos momentos no tengo nada que temer.

El abad Maudit se calló. Miraba el fuego en la chimenea grande, como si viera allí cosas misteriosas, todo lo desconocido de la existencia que habría podido vivir si hubiera sido más atrevido delante del sufrimiento. Añadió con una voz más baja:

-Yo tenía razón. No estaba hecho para este mundo.

La condesa no decía nada; al fin, después de un largo silencio, dijo:

-Yo, si no tuviera a mis nietos, creo que ya no tendría valor para vivir.

Y el cura se levantó sin decir una palabra más.

Como los sirvientes dormitaban en la cocina, ella misma lo condujo hasta la puerta que daba sobre el jardín y vio hundirse en la noche su enorme sombra lenta que iluminaba un reflejo de lámpara.

Después ella volvió a sentarse delante de su fuego y pensó en un montón de cosas en las que no se piensa cuando uno es joven.

Guy de Maupassant

La carta

San Juan, puerto Rico8 de marso de 1947

Qerida bieja:
Como yo le desia antes de venirme, aqui las cosas me van vién. Desde que llegé enseguida incontré trabajo. Me pagan 8 pesos la semana y con eso bivo como don Pepe el alministradol de la central allá.

La ropa aqella que quedé de mandale, no la he podido compral pues quiero buscarla en una de las tiendas mejores. Digale a Petra que cuando valla por casa le boy a llevar un regalito al nene de ella.

Boy a ver si me saco un retrato un dia de estos para mandálselo a uste.

El otro dia vi a Felo el ijo de la comai María. El está travajando pero gana menos que yo.

Bueno recueldese de escrivirme y contarme todo lo que pasa por alla.

Su ijo que la qiere y le pide la bendision.

Juan

Después de firmar, dobló cuidadosamente el papel ajado y lleno de borrones y se lo guardó en el bolsillo de la camisa. Caminó hasta la estación de correos más próxima, y al llegar se echó la gorra raída sobre la frente y se acuclilló en el umbral de una de las puertas. Dobló la mano izquierda, fingiéndose manco, y extendió la derecha con la palma hacia arriba.

Cuando reunió los cuatro centavos necesarios, compró el sobre y el sello y despachó la carta.
José Luis González

jueves, junio 07, 2007

En un álbum

Sobre la fría losa de una tumba
un nombre retiene la mirada de los que pasan,
de igual modo, cuando mires esta página,
pueda el mío atraer tus ojos y tu pensamiento.

Y cada vez cada vez que acudas a leer este nombre,
piensa en mí como se piensa en los muertos;
e imagina que mi corazón está aquí,
inhumado e intacto.

Lord Byron (Versión de Arturo Rizzi)

martes, junio 05, 2007

Los siete puentes


Eran las once y media de una noche de luna llena del mes de septiembre. Al terminar la reunión a la cual habían asistido, Koyumi y Kanako regresaron a la Casa del Laurel e inmediatamente vistieron sus kimonos de algodón. Hubieran preferido bañarse antes de cambiar su ropa, pero aquella noche no quedaba tiempo para eso.

Koyumi tenía cuarenta y dos años, una figura regordeta, alrededor de cinco pies de altura y un kimono estampado con hojas negras. Kanako, la otra geisha, aun cuando sólo tenía veintidós años y era buena bailarina, no tenía protector y parecía destinada a no desempeñar nunca un papel de importancia en los bailes anuales de otoño y primavera de las geishas. Su kimono de crêpe tenía remolinos azules sobre un fondo blanco.

-Me gustaría saber qué dibujos tendrá el kimono de Masako esta noche -dijo Kanako.

-Tréboles. Ni lo dudes. Está desesperada por tener un hijo.

-¿A tanto ha llegado?

-No, y ése es el problema - repuso Koyumi-. Todavía le falta mucho para obtener tal triunfo. Si no, sería como la Virgen María. ¡Tendría un niño simplemente por haberse enamorado de un hombre!

Una superstición común entre las geishas es que, cuando una mujer usa un kimono de verano estampado con tréboles o uno de invierno con paisajes dibujados, ha de quedar embarazada en un corto lapso.

Cuando, por fin, terminaron su arreglo, Koyumi sintió súbitos alfilerazos de hambre. Esto le sucedía cada vez que salía para la ronda de fiestas nocturnas. El hambre se le antojaba como una catástrofe inesperada que le llegaba desde afuera y sin previo aviso.

Nunca la asaltaba el apetito frente a los clientes por más aburrida que resultara la reunión; pero, antes y después de su actuación, el hambre la atacaba por sorpresa. Koyumi no podía nunca prever esta eventualidad comiendo en el tiempo debido. A veces, por ejemplo, cuando concurría a la peluquería durante la tarde, observaba a las otras geishas encargar su comida y probarla con deleite mientras aguardaban su turno. Aquello no producía a Koyumi ninguna impresión. Ni siquiera podía imaginar que el risotto o cualquier otro plato, resultara apetitoso. Sin embargo, una hora después, comenzaban los dolores provocados por el hambre y la saliva fluía, tibia, desde las raíces de sus pequeños y fuertes dientes.

Koyumi y Kanako pagaban cierta cantidad mensual a la Casa del Laurel en concepto de publicidad y alimentos. La cuenta de Koyumi era siempre excepcionalmente abultada. No sólo era muy golosa, sino que también era de gustos delicados. Sin embargo, desde que había adoptado el hábito de comer solamente antes y después de sus apariciones en público, su cuenta había ido decreciendo y amenazaba, ahora, con ser menor que la de Kanako.

Koyumi no recordaba el origen de esta excéntrica costumbre ni el día en que comenzó a detenerse en la cocina antes de la primera reunión de la noche y a pedir, con impaciencia, mientras bailaba:

"¿No hay alguna cosita para comer?" Ahora había adquirido la costumbre de cenar en la cocina de la primera casa y de efectuar un último refrigerio en las dependencias de la vivienda en la que terminaba la noche. Su estómago se había acostumbrado a esta rutina y, en consecuencia, su cuenta en materia de alimentos en la Casa del Laurel, había disminuido notablemente.

El Ginza estaba casi desierto cuando las dos geishas comenzaron a caminar hacia la Casa Yonei en Shimbashi.

Kanako señaló el cielo que se vislumbraba sobre el techo de un Banco cuyas ventanas estaban protegidas por gruesos barrotes:

-Tenemos suerte con el tiempo, ¿no es cierto? Hoy hasta se podría ver a un hombre en la Luna.

Los pensamientos de Koyomi estaban concentrados en su estómago. Su primera reunión había tenido lugar en lo de Yonei y, la última, en lo de Fuminoya. Sólo en aquel momento caía en la cuenta de que había sido un error no cenar en lo de Fuminoya antes de marcharse. Había tenido que salir precipitadamente rumbo a la Casa del Laurel y el tiempo había resultado escaso. Tendría que reclamar su cena en lo de Yonei, en la misma cocina donde había comido horas antes. Este pensamiento la apesadumbró.

Sin embargo, la ansiedad de Koyumi se disipó tan pronto como hubo puesto un pie dentro de la cocina. Masako, la muy cuidada hija de la dueña del lugar, las aguardaba en la puerta. Llevaba, efectivamente, el kimono con tréboles que sus fantasías le habían adjudicado. Al ver a Koyumi, dijo con gran tacto:

-No las esperaba tan pronto. No tenemos prisa. ¿Por qué no entran y comen algo antes de irse?

La cocina estaba en desorden, colmada de sobras de las fiestas de la noche. Enormes pilas de platos y bols brillaban a la luz de las lamparillas sin pantalla. Masako estaba de pie, con una mano apoyada en el marco de la puerta. Ocultaba la luz con su cuerpo y su rostro permanecía en la sombra. Koyumi se alegró que aquella circunstancia no revelara la expresión de alivio que le había provocado la invitación de Masako.

Mientras Koyumi se instalaba frente a su cena, Masako llevó a Kanako hasta su cuarto. De todas las geishas que frecuentaban la Casa Yonei, era ella con quien más congeniaba. Tenían la misma edad, habían concurrido a la misma escuela primaria y su belleza era muy semejante. Pero, por encima de estas razones, lo cierto es que Kanako realmente le gustaba.

Kanako era tan modesta que parecía lista para ser arrebatada por la más ligera brisa. Sin embargo, había acumulado toda la experiencia necesaria y una palabra dicha por ella como al descuido, traía enormes beneficios a Masako. La alegre Masako era, por el contrario, tímida y aniñada en todo lo referente al amor. Su puerilidad era de todos conocida y su madre estaba tan segura de la inocencia de la muchacha, que el kimono con tréboles no había despertado sus sospechas.

Masako estudiaba en la Facultad de Artes de la Universidad de Waseda. Siempre había sentido profunda admiración por R, el actor de cine. Esta pasión no había hecho sino aumentar desde el día en que el actor visitara la Casa Yonei.

Su habitación estaba atiborrada con fotografías del astro y había encargado un jarrón esmaltado con su foto junto a él obtenida en ocasión de tan memorable visita. Se destacaba sobre su escritorio, siempre lleno de flores.

Kanako se sentó y dijo:

-Hoy dieron a conocer el reparto -frunció su boca en un mohín.

-¿Ah, sí? -apenada por Kanako, Masako fingió no estar enterada del asunto.

-No he conseguido más que un pequeño papel. Nunca lograré algo mejor. Es como para descorazonarme. Me siento como una chica que, en un espectáculo musical, permanece año tras año en el coro.

-Estoy segura de que el año que viene te darán un buen papel.

Kanako sacudió la cabeza:

-Mientras tanto, envejezco. Sin siquiera advertirlo, pronto seré como Koyumi.

-No seas tonta. Todavía te faltan veinte años.

Aquella noche no hubiera sido apropiado, para ninguna de las jóvenes, mencionar, en el curso de la conversación, el objeto de sus plegarias elevadas al cielo. Pero, aun sin preguntarlo, todas lo sabían. Masako deseaba una aventura con R.; Kanako un buen protector, y ambas no dudaban de que Koyumi pedía dinero.

Estaba claro que sus plegarias tenían diferentes objetivos todos ellos muy razonables. Si la Luna no se los otorgaba, sería el astro, y no ellas, quien fallaría. Sus esperanzas se reflejaban simple y honestamente en sus rostros y eran deseos tan humanos que cualquiera que contemplara a aquellas tres mujeres caminando a la luz de la luna, no podría dudar de que el astro de la noche reconocería su sinceridad y respondería a sus plegarias.

-Vendrá alguien con nosotros esta noche -anunció Masako.

-¿Quién?

-Una sirvienta. Se llama Mina y ha llegado del campo hace un mes. Le dije a mi madre que no quería que viniera conmigo, pero Mamá insistió en que se quedaría preocupada si no enviaba a alguien para acompañarme.

-¿Cómo es? -preguntó Kanako.

-Ya la verás. Es, lo que podríamos llamar, bien desarrollada

En aquel momento Mina entreabrió las puertas corredizas ubicadas tras ellas y asomó la cabeza.

-Ya te he dicho que cuando abras las puertas corredizas deberás, primero, arrodillarte, y luego, abrirlas -el tono de Masako era altanero.

-Sí, señorita.

Kanako contuvo la risa frente a la aparición de la muchacha que llevaba un vestido entero hecho con retazos y parches de tela de kimono. Sus cabellos se rizaban en una apretada permanente y unos brazos extraordinariamente morenos asomaban de sus mangas y rivalizaban con el colorido de su rostro. Las mejillas abultadas aplastaban sus rasgos abotagados y sus ojos parecían dos ranuras. Aun cuando cerrara la boca, sus dientes irregulares y prominentes se ingeniaban para aparecer entre los labios. Resultaba difícil descubrir en aquel rostro expresión alguna.

-¡Un buen guardaespaldas! -murmuró Kasako al oído de su amiga.

Masako adoptó un tono severo:

-Vuelvo a repetir lo que ya les he dicho antes. En cuanto salgamos de esta casa, ya no podrán abrir la boca, pase lo que pase, hasta que hayamos cruzado los siete puentes. Una sola palabra y no obtendrán lo deseado. Si alguien conocido nos habla, mala suerte. Sin embargo, no creo que exista ningún peligro en ese sentido. Algo más. No pueden usar dos veces el mismo camino, y es menester que nos limitemos a seguir a Koyumi, quien lo dirigirá todo.

Masako había tenido que presentar en la Universidad una monografía sobre Marcel Proust pero, en lo referente a cuestiones de esta naturaleza, la moderna educación recibida en la escuela no le hacía mella alguna.

-Sí, señorita -contestó Mina, de quien no podía saberse si había comprendido o no.

-Como tienes que venir de todos modos, también puedes formular un deseo. ¿Has pensado en algo?

-Sí, señorita -y una sonrisa se extendió lentamente por su rostro.

-¡Bueno, bueno, parece que reacciona como todo el mundo! -comentó Kanako.

En aquel momento apareció Koyumi, palmeándose alegremente el estómago:

-Ya estoy lista -anunció.

-¿Has elegido buenos puentes? -preguntó Masako.

-Comenzaremos con el puente Miyoshi. Como pasa sobre dos ríos, ¡cuenta como dos puentes! ¿No es cierto que eso facilita las cosas? Si se me permite decirlo, apuntaré que esta elección significa una gran muestra de inteligencia de mi parte.

Sabiendo que una vez afuera ya no podrían pronunciar una sola palabra, las tres mujeres comenzaron a hablar en voz alta y todas al mismo tiempo como para desquitarse del obligatorio silencio que luego deberían guardar. La conversación prosiguió hasta llegar a la puerta de la cocina. Las Geta de laca negra de Masako la esperaban sobre el piso de tierra junto a la puerta, y mientras deslizaba sus pies desnudos en ellas, las uñas esmaltadas de sus dedos brillaron suavemente en la oscuridad.

-¡Esto sí que es elegancia! ¡Esmalte de uñas y geta negras! ¡Ni la Luna podrá resistirlo! -exclamó Koyumi.

Las cuatro mujeres, guiadas por Koyumi, salieron a la avenida Showa. Pasaron frente a una playa de estacionamiento donde gran cantidad de taxis, ya finalizado el trabajo del día, reflejaban la luna en sus negras carrocerías. Se escuchaba el rumor de los insectos alojados bajo los autos. El tráfico era aún denso en la Avenida Showa, pero la calle ya estaba dormida y el rugido de las motocicletas resonaba tristemente solitario sin el habitual acompañamiento de ruidos callejeros.

Algunas pequeñas nubes cruzaban el cielo iluminado por la Luna. Apenas rozaban el gran banco de nubarrones que se cernía en el horizonte. La luna brillaba limpiamente.

Cuando se silenciaba el rumor del tráfico, el repiquetear de las geta sobre la calzada parecía repercutir directamente en la superficie azul del cielo.

A Koyumi, que caminaba al frente, le agradaba ver ante sus ojos la ancha calle desierta. Se jactaba de no tener que depender de nadie y estaba contenta porque tenía el estómago lleno. Mientras caminaba alegremente le costaba vislumbrar la razón por la cual ansiaba más dinero. Sentía como si su verdadero deseo fuera fundirse suave e involuntariamente en la luz de la luna que bañaba el pavimento. Fragmentos de vidrio brillaban aquí y allá. Hasta el vidrio podía resplandecer bajo la luz de la luna... Reflexionó y se dijo que, quizás, su deseo tan largamente acariciado era como aquel vidrio roto.

Masako y Kanako, con los meñiques entrelazados, iban pisando la larga sombra que Koyumi arrastraba a sus espaldas. El aire de la noche era fresco y ambas sentían cómo la brisa suave penetraba en sus mangas enfriando sus pechos húmedos por la transpiración provocada en la excitación de la partida. A través de los dedos entrelazados se comunicaban sus ruegos aún con más elocuencia que por intermedio de la palabra.

Masako soñaba con la dulce voz de R., con sus largos ojos bien delineados, con su pelo ondulándose bajo las sienes. Ella, como hija del dueño de un restaurante de primera categoría en Shimbashi, no podía ser confundida con otras admiradoras..., no veía, pues, ningún motivo para que su plegaria no fuera escuchada. Recordó que al hablarle R. al oído, su aliento era fragante y sin rastros de alcohol. No podía olvidar aquel aliento joven, masculino, lleno de calor como el heno en verano. Cuando estos recuerdos la asaltaban sentía algo semejante a una onda de agua deslizándose sobre su piel desde las rodillas hasta los muslos. Estaba segura, y tan insegura también, de que el cuerpo de R. existía en alguna parte del mundo. La duda la torturaba constantemente.

Kanako soñaba con un hombre maduro, rico y gordo. Tenía que ser gordo, pues si no, no parecería rico. Pensó en la felicidad que le dispensaría ¡cerrar los ojos y sentirse rodeada de su liberal y generosa protección! Kanako estaba acostumbrada a soñar, pero hasta aquel momento su experiencia le había demostrado que, al abrir los párpados nuevamente, el hombre en cuestión había desaparecido.

Como movidas por un mismo impulso, las dos muchachas volvieron la cabeza y por encima de sus hombros vieron que Mina las seguía pesadamente. Apretaba sus mejillas con las manos, se balanceaba en forma grotesca e iba golpeando el ruedo de su vestido a cada paso. Masako y Kanako coincidieron en que la presencia de Mina constituía un insulto a sus plegarias.

Giraron hacia la derecha, en la Avenida Showa, en el punto donde se encuentran el primero y segundo barrio del Ginza Este. La luz de los faroles bajaba como caída de agua a intervalos regulares a lo largo de los edificios. En la calle angosta, las sombras ocultaban la luz de la luna.

En seguida contemplaron el Puente Miyoshi frente a ellas. Era el primero de los siete puentes que deberían cruzar.

Está construido en forma curiosa. Se asemeja a una "Y" debido a la bifurcación del río en dicho lugar.

En la orilla opuesta los sombríos edificios de la Oficina del Distrito Central parecían achatarse y la blanca cara de un reloj en su torre proclamaba una hora absurda e incorrecta contra el cielo oscuro.

El puente Miyoshi tiene una balaustrada de escasa altura, y en cada esquina de su parte central, allí donde se encuentran los tres brazos del puente, hay un farol antiguo del que cuelgan un grupo de lamparillas eléctricas.

No todas estaban encendidas y los globos apagados lucían opacos y mortecinos bajo la luz de la luna. Gran cantidad de insectos voladores se arremolinaban junto a las luces.

El agua del río se encrespaba bajo el resplandor lunar.

Antes de cruzar el puente, las mujeres, dirigidas por Koyumi, juntaron las manos para formular sus ruegos. Una débil luz brillaba en la ventana de un edificio cercano y un hombre, que aparentemente había cumplido labores fuera de horario, salió de él. Estaba echando llave a la puerta, cuando, advirtiendo el extraño espectáculo, suspendió su ocupación.

Las mujeres comenzaron a cruzar el puente lentamente. No era sino una prolongación del pavimento; pero al hollarlo, sus pasos se hicieron más pesados e inseguros, como si estuvieran subiendo a un escenario. Faltaban pocos metros para franquear el primer brazo del puente, pero ello les infundió una sensación de alivio y tarea cumplida.

Koyumi se detuvo bajo un farol y juntó nuevamente las manos. Las demás la imitaron. De acuerdo con los cálculos de Koyumi, el cruzar dos de los tres brazos del puente, equivalía a dos puentes por separado. Esto significaba que deberían formular sus peticiones cuatro veces en el Puente Miyoshi.

Masako observó los rostros asombrados de los pasajeros de un taxi que pasaba. Pero Koyumi no prestaba atención a tales cosas. Cuando las mujeres llegaron frente a la Oficina del Distrito, oraron por cuarta vez. Kanako y Masako comenzaron a sentir que, junto con el alivio que les proporcionaba el haber cruzado sin inconvenientes los dos primeros puentes, las oraciones, que hasta aquel momento no habían tomado demasiado en serio, representaban algo de trascendental importancia.

Masako llegó a convencerse de que prefería estar muerta si no podía consumar su encuentro con R. El solo hecho de cruzar dos puentes había multiplicado la intensidad de sus deseos. Por otra parte, Kanako creía ahora que la vida no merecía la pena de ser vivida si no encontraba un buen protector. Sus corazones se llenaron de emoción y los ojos de Masako se humedecieron repentinamente.

A su lado, Mina, con los ojos cerrados, mantenía reverentemente las manos juntas. Masako no dudó de que, cualquiera fuera la plegaria de Mina, jamás sería tan importante como la suya. Sintió desprecio y también envidia por la cueva vacía e insensible que era el corazón de la sirvienta.

Caminaron hacia el Sur, siguiendo el río hasta la estación de tranvías. El último coche había partido hacía ya largo rato, y las vías que quemaban durante el día bajo el sol de otoño, eran ahora dos líneas blancas y frías.

Aun antes de llegar a la estación, Kanako había comenzado a sentir extraños dolores en su abdomen. Algo le había caído mal. Los primeros síntomas de un calambre se desvanecieron a los dos o tres pasos seguidos por la sensación de alivio al olvidar el dolor. Mientras se felicitaba por ello, el calambre comenzó a atenacearla nuevamente.

El Puente Tsukiji era el tercero en la lista. Al término de este sombrío puente, ubicado en el centro de la ciudad, distinguieron un sauce plantado a la usanza tradicional. Era un sauce solitario que, normalmente, no se hubieran detenido a mirar mientras pasaban rápidamente en auto. Crecía en una pequeña franja de tierra salvada del cemento. Sus hojas, fieles a la tradición, temblaban con la brisa del río. A aquellas avanzadas horas de la noche los edificios bulliciosos morían a su alrededor. Sólo el sauce se agitaba, vivo.

Koyumi se detuvo bajo el sauce y juntó las manos para orar. Era quizás su responsabilidad como guía, pero lo cierto es que su rolliza figura se erguía en forma desacostumbrada. En realidad, hacía ya tiempo que Koyumi había olvidado el motivo de sus ruegos. En aquel momento, lo más importante era, para ella, cruzar los siete puentes sin inconvenientes. Esta determinación era la manifestación de que cruzar los puentes se había convertido en el objeto de sus oraciones. Podrá parecer ésta una meta bastante peculiar, pero, como sus repentinos ataques de hambre, pertenecía a su modo de vivir. Mientras caminaba bajo la luna, estos pensamientos se convirtieron en extrañas convicciones. Mantuvo la espalda más derecha que nunca y fijó la mirada hacia adelante.

El Puente Tsukiji es un puente totalmente desprovisto de encanto. Los cuatro pilares de sus extremos carecen de todo atractivo. Sin embargo, mientras lo cruzaban, las cuatro mujeres pudieron oler por primera vez algo parecido al aroma del mar. Soplaba un viento con reminiscencias de brisa salada. Hasta un aviso de neón rojo perteneciente a una compañía de seguros, que podía divisarse hacia el sur, parecía un faro proclamando la proximidad del océano.

Cruzaron el puente y oraron de nuevo. Kanako sintió que su dolor, ahora agudo, le provocaba náuseas. Pasaron por la terminal de tranvías y caminaron entre los viejos edificios amarillos de las empresas S. y el río. Kanako comenzó a rezagarse. Masako, preocupada, aminoró el paso, pero no pudo romper el silencio para preguntarle si se sentía mal. Finalmente, Kanako se hizo entender oprimiendo su vientre y haciendo muecas de dolor.

Sin advertir lo que sucedía, Koyumi seguía marchando triunfalmente hacia adelante. Se agrandó la distancia entre ella y sus compañeras.

Cuando por fin un excelente protector aparecía frente a sus ojos, tan cerca que sólo necesitaba estirar la mano para tocarlo, Kanako sintió con desesperación que sus manos no podrían estirarse lo suficiente. Su rostro estaba mortalmente pálido y una pegajosa transpiración brotaba de su frente.

El corazón humano es sorprendentemente mudable. A medida que el dolor de su abdomen se hacía más intenso, Kanako comprendió que cuanto había deseado con tanto fervor minutos atrás, perdía toda realidad y sólo quedaba reducido a un sueño pueril, irreal y fantástico. Mientras luchaba contra el palpitante e implacable dolor, pensó que, si abandonaba aquellas tontas ilusiones, sus sufrimientos cesarían de inmediato.

Cuando, por fin, el cuarto puente apareció ante sus ojos, Kanako posó suavemente una mano sobre el hombro de Masako y, con ademanes semejantes al lenguaje de la danza, señaló su estómago y sacudió la cabeza. Los mechones de pelo pegados a sus mejillas por la transpiración expresaban bien a las claras que no podía continuar. Abruptamente volvió la espalda y se alejó precipitadamente rumbo a la estación terminal de tranvías.

El primer impulso de Masako fue el de seguirla; pero, recordando que su plegaria quedaría anulada si la interrumpía, se contuvo y sólo miró alejarse a Kasako.

Sólo al llegar al puente, Koyumi advirtió que algo andaba mal. Para ese entonces, Kanako corría frenéticamente bajo la luna sin importarle su aspecto desaliñado. Su kimono azul y blanco flameaba en la brisa y sus geta resonaban entre los edificios cercanos. Un taxi solitario parecía esperarla providencialmente en una esquina.

El cuarto puente era el de Irifuna. Era menester atravesarlo en dirección opuesta a la del Puente Tsukiji.

Las tres mujeres se congregaron en el extremo del puente y oraron con idéntico fervor. Masako sentía pena por Kanako, pero su compasión no brotaba tan espontáneamente como de costumbre. Sólo reflexionaba fríamente que quien desertara del grupo, tomaría, de ahora en adelante, un camino diferente al suyo.

Las plegarias de cada una eran una cuestión personal y ni siquiera en una emergencia era dable esperar que Masako cargara con responsabilidades ajenas.

Las palabras "Puente de Irifuna" se destacaban en letras blancas sobre una placa metálica clavada horizontalmente en un poste al extremo del puente. Éste se destacaba en la oscuridad con su lisa superficie de cemento recortada por el crudo reflejo de la estación de gasolina Caltex, ubicada en la otra orilla. Podía verse una lucecita en el río, bajo la sombra del puente. Aparentemente pertenecía a la choza semiderruida de un hombre que vivía en el extremo del muelle de pescadores. La choza estaba adornada con plantas y un letrero anunciaba allí "Botes de placer, Remolcadores, Botes de Pesca y Botes para redes".

El cielo nocturno parecía abrirse sobre los techos de la apretada fila de edificios que descendía gradualmente del otro lado del puente. Las jóvenes advirtieron que la luna, tan brillante minutos atrás, apenas se traslucía a través de finas nubes. El cielo estaba, ahora, completamente nublado.

Las mujeres cruzaron el puente Irifuna sin ningún contratiempo.

El río dobla allí en ángulo recto. El quinto puente se encontraba bastante alejado. Sería menester seguir el río por el terraplén ancho y desierto hasta el puente Akatsuki.

Hacia la derecha la mayoría de los edificios eran restaurantes. En cambio, en la orilla izquierda, montañas de piedra, arena y pedregullo esperaban ser empleadas en alguna construcción. En ciertos lugares su masa oscura ocupaba más de la mitad de la carretera. Poco después contemplaron el edificio del Hospital de San Lucas, que emergía, lúgubre, bajo la velada luna. La enorme cruz dorada instalada en su techo estaba brillantemente iluminada y las luces rojas, destinadas al tráfico aéreo, emitían destellos y delimitaban techos contra el cielo: No había luz en la capilla ubicada a los fondos del Hospital, pero su ventanal gótico se distinguía claramente. Algunas luces permanecían encendidas en las ventanas del Hospital.

Las tres mujeres marchaban en silencio. Masako, la mente ocupada por la tarea que la esperaba, no podía pensar en otra cosa. Sin advertirlo, habían acelerado la marcha y ahora estaba bañada en su transpiración.

El cielo se oscureció en forma amenazadora, y Masako sintió las primeras gotas de lluvia sobre su frente. Afortunadamente, aquello parecía no tener intenciones de convertirse en un aguacero.

En aquel momento apareció frente a ellas el Puente Akatsuki. Era el quinto del recorrido. Los postes de cemento pintados de blanco emitían una tonalidad fantasmal en medio de la noche.

Masako juntó las manos para orar en el extremo del puente, sin advertir las imperfecciones del suelo Trastabillando casi, hubo de dar con sus huesos sobre un caño de hierro en reparación.

En el otro extremo del puente se encontraba el desvío para automóviles del Hospital San Lucas.

El puente no era largo. Las mujeres caminaban tan rápidamente que lo cruzaron en un breve lapso. Sin embargo, la adversidad aguardaba a Koyumi. Una mujer con el pelo suelto y mojado y con una vasija de metal en la mano se acercaba en dirección opuesta. Masako miró fugazmente a la mujer y se atemorizó ante la palidez mortal de aquel rostro bajo el pelo mojado.

La mujer se detuvo en la mitad del puente:

-Pero, ¡si es Koyumi! Han pasado tantos años, ¿no es cierto? ¡Koyumi! ¿Estás fingiendo que no me reconoces? ¡Koyumi!

Estiró su cuello hacia Koyumi, cerrándole el paso.

Koyumi bajó los ojos y no contestó. La voz de la mujer era aguda y destemplada como el viento a través de una grieta.

Su monólogo no parecía dirigido a Koyumi, sino a otra persona que no se encontraba allí:

-En este momento volvía de la casa de baños. ¡Hace realmente tanto tiempo! ¡Mira que encontrarnos aquí!

Al sentir la mano de la mujer sobre su hombro, Koyumi abrió finalmente los ojos. Comprendió que era inútil negarse a responder a la mujer, ya que el hecho de que alguien le dirigiera la palabra era suficiente como para anular el efecto de la plegaria.

Masako observó el rostro de la mujer. Reflexionó un instante y siguió caminando, dejando atrás a Koyumi.

Masako recordó a la recién llegada. Era una vieja geisha que había aparecido en Shimbashi durante algún tiempo, inmediatamente después de la guerra. Se llamaba Koen. Había comenzado a comportarse en forma extraña, como una chiquilla, y ello le había valido ser borrada del registro de geishas. No era sorprendente, pues, que Koen hubiera reconocido a Koyumi, una vieja amiga. Sin embargo, era una coincidencia afortunada que no recordara a Masako.

El sexto puente, el Sakai, era sólo una pequeña estructura con un cartel de metal pintado de verde. Masako apresuró sus rezos y echó a correr para cruzarlo. Volviendo la cabeza, comprobó con alivio que Koyumi se había perdido de vista. Mina, en cambio, la seguía con su acostumbrada expresión de malhumor.

Ya sin guía, Masako no sabía cómo encontrar el séptimo y último puente. Sin embargo, razonó que si continuaba andando por la misma calle, tarde o temprano alcanzaría algún puente paralelo al Akatsuki. Sólo faltaba un puente para que sus plegarias fueran escuchadas.

Una fina llovizna humedeció su rostro. La calle que se extendía frente a ella estaba colmada de depósitos de mercaderías y casuchas de material ocultaban la vista del río. La oscuridad era total. A la distancia, las brillantes luces de la calle volvían aún más negras las tinieblas. Masako no tenía miedo de andar a aquellas altas horas. Tenía un carácter aventurero, y su meta, el logro de sus plegarias, le infundía coraje. A sus espaldas el eco de las geta de Mina, se le antojó una carga insoportable de llevar. En realidad, el eco tenía una alegre irregularidad, pero el porte de Mina, en contraste con sus pasitos, parecía encarnar una burla hacia Masako.

La presencia de Mina sólo produjo cierto desprecio en el corazón de Masako hasta el momento en que Kanako abandonó el grupo. Desde aquel instante comenzó a pesarle y ahora que estaban solas, Masako no podía evitar sentirse molesta frente al enigma que significaban las plegarias de la muchacha campesina.

No era agradable verse seguida por una mujer impasible, de insondables ruegos. No, no era tan desagradable como inquietante y la incomodidad de Masako aumentó gradualmente hasta convertirse en algo parecido al terror. Masako nunca había advertido cuán perturbador resulta no conocer el pensamiento de otra persona.

Tenía la sensación de llevar a sus espaldas una gran masa negra. No era como cuando la seguían Kanako o Koyumi, cuyas plegarias eran tan transparentes que resultaba fácil ver a través de ellas. Masako intentó desesperadamente estimular su anhelo por R. hasta volverlo aún más febril que antes. Pensó en su rostro, en su voz. Recordó su aliento lleno de juventud. Pero la imagen se desvanecía inmediatamente y no intentó reconstruirla.

Era menester cruzar el último puente lo antes posible. Hasta entonces no pensaría ya en nada más.

Las luces de una calle que había divisado en la lejanía parecían ser, ahora, las de un puente. Comprendió que se estaba aproximando a una vía pública importante. Había indicios de que el puente no podía estar lejos.

En efecto, llegó primero a un pequeño parque donde las luces brillaban sobre oscuros charcos producidos por la lluvia, y, luego, apareció el puente con su nombre, "Puente Bizen", escrito en una columna de cemento. En lo alto del pilar una lamparita irradiaba una luz mortecina. Masako divisó a su derecha el Templo de Tsukiji Honganji con su techo verde levemente abovedado. Debería cuidarse al cruzar el puente de no regresar por el mismo camino.

Masako suspiró con alivio. Entrelazó sus dedos para orar en el extremo del puente, y esta vez, para enmendar la superficialidad de sus rezos anteriores, lo hizo cuidadosa y devotamente. Por el rabo del ojo podía observar a Mina, quien, remedándola, apretaba piadosamente las gruesas palmas de sus manos. Verla molestó tanto a Masako, que se apartó de la oración para murmurar a media voz: "¡Ojalá no la hubiera traído! ¡Es verdaderamente exasperante!"

En aquel mismo instante una voz de hombre la interpeló. Masako se puso tensa. Un policía se había detenido a su lado:

-¿Qué está haciendo aquí a estas horas de la noche?

Masako no podía contestar. Una palabra lo arruinaría todo. Advirtió de inmediato, a través del apurado interrogatorio, que el policía, al verla orando en medio del puente, la había tomado por una suicida en potencia. Masako no podía hablar. Era necesario hacer comprender a Mina que lo hiciera en su lugar. Tironeó del vestido de la sirvienta e intentó despertar su inteligencia. Por más obtusa que fuera Mina, parecía imposible que no pudiera comprender sus señas. Seguía con los labios obstinadamente sellados. Masako advirtió con desaliento que Mina -fuera por obedecer las instrucciones originales o por proteger sus propias plegarias- estaba resuelta a no hablar.

El tono del policía se hizo aún más áspero:

-¡Contésteme! ¡Exijo una respuesta!

Masako decidió que lo mejor que podía hacer era intentar ganar el otro lado del puente y explicarlo todo cuando hubiera finalizado el cruce. Se soltó de la mano del policía y se internó corriendo en el puente. Alcanzó a ver cómo Mina se precipitaba tras ella.

El policía alcanzó a Masako en la mitad del puente.

-Tratando de escapar, ¿eh? -gritó, tomándola de un brazo.

-¿Quién piensa en escaparse? ¡Me está lastimando! -Masako había gritado impulsivamente. Advirtiendo, entonces, que sus plegarias habían quedado en la nada, miró hacia el lado derecho del puente con los ojos llameantes de indignación.

Mina, a salvo en el otro extremo, completaba su catorceava y última plegaria.

Cuando regresaron, Masako se quejó histéricamente a su madre, quien, sin saber lo que sucedía, reprendió a Mina.

-¿Puedes decirme qué pedías en tus plegarias? -preguntó.

Por toda respuesta, Mina se limitó a sonreír estúpidamente.

Algunos días después y ya un poco más tranquila, Masako continuó importunando a Mina:

-¿Qué pedías? -le preguntó por centésima vez-. Cuéntamelo. Con toda seguridad ya me lo puedes contar.

Pero Mina sólo esbozaba una sonrisa evasiva.

-¡Eres espantosa! Mina, ¡eres realmente insoportable!

Y riéndose, Masako pellizcó el hombro de Mina con sus uñas cuidadosamente afiladas por la manicura.

La piel elástica y pesada repelió las uñas. Los dedos de Masako quedaron insensibles y ya no supo qué hacer con su mano.
Yukio Mishima


John Williams - The feather
Esto no es un blog al uso, sólo un rincón donde pongo lo que más me gusta, para disfrute propio. Es público porque tal vez en algún momento alguien necesite un texto, una imagen, una canción. Si es así, habrá servido de algo.

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