martes, noviembre 16, 2010

Kiki de Montparnasse

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Man Ray - Blanco y Negro

¿Voy a tener que dormir debajo de un puente? Casi...

TUVE QUE DEJAR el taller porque el amigo de Robert volvió de Bretaña. Afortunadamente, antes había conocido a todo un grupo de artistas. Todos estaban en la miseria, como yo, pero me presentaron a un hombre joven que estaba enamorado de mí. Era el hijo de un dentista de Montparnasse y le encantaba ir con artistas.

Cuando se enteró de que yo estaba otra vez en la calle, me dijo que uno de sus amigos tenía un pequeño cobertizo detrás de la estación de Montparnasse, casi debajo del puente Edgard-Quinet. Fuimos allí. Era un lugar muy pequeño, lleno de sacos de arena, pero podía dormir encima de ellos. Estaba acostumbrada a soportar casi todo, pero tenía miedo del frío de la noche. Por eso, todas las tardes mi pretendiente me dejaba su abrigo y por la mañana, antes de ir a trabajar, se pasaba a recogerlo.


Era mejor que la calle o que una cama que te ofrecen con la esperanza de que devuelvas el servicio con algún tipo de favor nocturno. No estaba tan mal. Por las tardes, recibía a mis amigas. Pero cuando helaba, no podía aguantarlo.

Una noche estaba con la modelo de la que he hablado, a la que aquella furcia había mandado a Saint-Lazare. Hacía un frío terrible. El frío de la campaña de Rusia no era nada comparado con aquello. A pesar de estar cubiertas las dos con el abrigo de mi amigo, no hacíamos más que tiritar. Se acordó entonces de un polaco, un tipo simpático para el que ella había posado desnuda para unas postales. Me tentó diciéndome:

-¿Sabes? Te acoge sin intentar aprovecharse de ti y, además, te da siempre algo de comer. No te pregunta si te gusta o no, pero todo el mundo está siempre tan hambriento que nadie lo rechaza: hace té con tostadas y manteca salada.

Oír aquello me dio alas. ¡Manteca salada! La adoraba. Me recordaba las meriendas que nos hacía mi abuela cuando éramos pequeños.

Corrimos a buscar algo caliente que comer al callejón Falguière, donde vivía el polaco. Queríamos calentarnos y, además, teníamos miedo.

Durante la guerra, todo estaba apagado de noche y no se veía nada. Por fin, llegamos y subimos de puntillas la pequeña escalera que llevaba a su taller. A través de las rendijas de la puerta desvencijada oímos risas y bromas de gente. Desgraciadamente, ya había alguien con él.

Mi amiga me dijo entonces:

-Será mejor que esperemos un rato, puede que se vayan pronto.

Nos acuclillamos en los escalones. Allá dentro hacía casi el mismo frío que fuera, y yo tenía los pies mojados. Enseguida los sentí helados. Los sabañones me dolían mucho. Permanecimos frente a la puerta más de dos horas sin atrevernos a llamar. Para colmo de males, oíamos sus risas y la voz fuerte de un hombre que decía:

-Vamos, querida, tómate otra tostada, no seas vergonzosa. ¡Es posible que mañana no puedas hacerlo!

¡Y el glu-glu del té en las tazas! Un auténtico suplicio. Los ruidos que escuchábamos hacían que me imaginara sus bocas arrugadas con un gesto coqueto para soplar y enfriar el té.

La puerta estaba carcomida y me distraje por unos instantes observando las manchas de la luz que se filtraba. Parecían gusanos brillantes pegados en la madera. De pronto, oímos unos pasos furtivos, rápidos, de alguien con prisa. Era un vecino que entraba.

Bajé a toda prisa y me di de bruces con un ser extraño, tanto por su aspecto como por su carácter. Se llamaba Soutine y tenía ya la fama de ser uno de los mejores pintores de París. Como lo conocía de haberlo visto alguna vez en La Rotonde, lo llamé y le dije:

-Soutine, estoy en la calle con una amiga. ¿No nos puedes dejar algún sitio para dormir?

Sin detenerse, me respondió:

-Si queréis, venid a mi casa.

Mi amiga se pegó a mí y corrimos la una detrás de la otra. Soutine no decía nada. Parecía que tampoco había hecho ningún exceso culinario aquella noche.

Entramos en su taller y nos señaló su cama. Como seguíamos tiritando de frío, comenzó, siempre sin hablar y con un frenesí que nos hizo sentirnos seguras, a romper los pocos muebles que le quedaban.

Hizo un buen fuego, pero no le dimos las gracias desde la cama. Nos parecía que si le decíamos algo le iba a molestar. Nos limitamos a mirarlo con ojos de agradecimiento, porque comprendíamos la belleza de su gesto.

Luego se instaló él en una vieja butaca de mimbre -lo único que se había librado del fuego- y los tres nos dormimos.

Soutine está considerado hoy como uno de los grandes pintores de nuestra época. Lo he visto hace poco. Sé que sus lienzos se cotizan mucho y que el éxito se le prodría haber subido a la cabeza. Sin embargo, sigue siendo el buen amigo, sencillo y bueno, de los viejos tiempos.

Gracias, Soutine. Una triste noche de invierno pusiste un poco de sol en los corazones de dos niñas desgraciadas.

Kiki de Montparnasse (Alice Prin) - Recuerdos recobrados



John Williams - The feather
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