jueves, febrero 22, 2007

Mi tío Simbad

Por las noches llegaban los marineros, no sé de dónde. Yo me imaginaba que venían de la misma noche, de su interior, de la propia oscuridad del mar. Llegaban con olor a alquitrán, como si en vez de venir del mar vinieran de ponerle el asfalto a la calle Eugenio Gross. También iban vestidos igual que aquellos obreros que Luisito Sanjuán y yo veíamos en el recreo, ellos metidos en medio de una humareda blanca, conduciendo una apisonadora con muchos espasmos, y nosotros en el borde de la acera, primero comiéndonos la viena del desayuno y luego con las manos en los bolsillos, hipnotizados, tirando cada uno por su cuenta alguna cosa al paso de la apisonadora –yo un escarabajo, Luisito una chapa de botella- y dejando que pasaran primero los minutos, luego las horas, sin ni siquiera mirarnos. Nos mirábamos al cabo de mucho rato cuando ya habían cerrado la puerta del colegio y casi había llegado la hora de comer. Uno de los dos señalaba la esquina de la calle con la sien, y entonces, mientras andábamos juntos el tramo que nos llevaba a nuestras casas, era cuando hacíamos algún comentario sobre el trabajo de asfaltado o la apisonadora, pero en realidad pensando que esa tarde tendríamos que volver al colegio y que allí nos esperaría la crueldad de doña Carmen y no se sabe cuántas horas de rodillas delante de su escritorio. También hablábamos de Conchi Canca, del ruido que haría cuando la apisonadora pasara por encima de ella. Luisito se santiguaba a la par que se reía. Luisito Sanjuán tenía un cauny y llamaba operarios a los hombres del alquitrán.

Con un cauny de diecisiete rubíes en la muñeca a mí no me habría importado estar medio siglo de rodillas, mirando el movimiento de las agujas, midiendo el tiempo. Lo malo era no saber, estar a la deriva, con el tiempo amontonado y sin poder dividirlo, ni restarlo ni sumarlo, como cuando llegaban los barcos y yo me tenía que quedar allí en los sacos del pan duro, viendo cómo mi padre y mi madre despachaban a esos hombres que olían como los hombres de Eugenio Gross y que iban vestidos igual que ellos, sólo que a veces los marineros llevaban unas botas de goma muy altas, gastadas, como de pirata pobre. Cuando llegaban los barcos no cerraban la tienda hasta las once, las doce o la una de la noche, y yo me quedaba allí, sentado en los sacos porque me daba miedo acostarme en la cama del cuartillo, donde mi padre dormía después de comer y se oían voces por la ventana que había casi pegada al techo y por la que además de las voces entraba una luz llena de temblores que sacaba muchas sombras y muchos monstruos de las paredes.

Así que me quedaba viendo ese trasiego de gente en busca de comida y a mi madre y a mi padre andando al otro lado del mostrador, por encima del crujido de las tablas que tenían puestas en el suelo, para parecer más altos, o para mirar que no les robaran o para no sé qué. Algunas noches estaba la Perrilla de Antonio, y me ponía a tirarle trozos de pan duro sin que mi padre me viese, o a correr con ella por la plaza, o a rascarle la barriga nada más. Pero una perra no es como un cauny, y llegaba un momento que era como si el cauny se parase, y ya no te daban más ganas de tirar pan ni de correr, y entonces no tenía más remedio que quedarme mirándome los pies de los marinero, por si alguno tenía botas de goma o un pincho, como el que una noche llevaba uno, un pincho retorcido como una eses y muy limpio colgando del cinturón, que me dijo que era para coger pulpos gigantes cuando el barco estaba en el muelle. Tenía cara de guasa, pero el pincho era de verdad.

El que me dijo lo de mi tío Simbad tenía la cara muy seria y era muy joven. Al verlo pensé que yo podría ser él, y él yo, uno subido en los sacos esperando para irse a su casa y el otro comprando comida para llevársela camino de la oscuridad del mar. Pensé que yo podría ser él cuando me preguntó si yo iba a ser marinero. Tenía un diente roto, mellado, pero los ojos como si fuera un marqués, de color verde y con las pestañas muy peinadas. Le dije que no, que yo ya tenía un tío marinero, marinero de verdad, que vivía en Cádiz y que era patrón de un barco que iba a América y a China y a todo el mundo, pero sin pescar, con un traje con galones y una gorra blanca. Y le miré los pantalones gastados y los zapatos de lona con un boquete. El enseñó la mella todavía más, así, moviendo la cabeza para abajo y para arriba y preguntando, Ah sí, en Cádiz, y cómo se llama tu tío. Y cuando le dije el nombre él me contestó que lo conocía, Sí, uno que le dicen Popeye. Le dije que no, y aunque pensé que se había confundido, o que me quería engañar, por llevar aquellos pantalones y aquellos zapatos, por habérselos mirado yo tan despacio, volví la cara a mi padre, deseando ver la señal que me hacía cuando ya quedaba poca gente y yo iba al cajón de los hierros y se los llevaba para que él empezara a atrancar las puertas. Pero mi padre estaba de espaldas, atendiendo a toda esa gente que todavía tenía delante.

Sí, hombre, sí, le dicen Popeye, y volvió a repetir los apellidos de mi tío. Pensé en mi hermana, que de decía Simbad a mi tío. Mi tío Simbad, decía siempre. Así que va a América, y por todo el mundo, de patrón, comentaba muy serio el mellado, y siguió, sí, Popeye, que tiene le pelo blanco, rizado así, como con olas y peinado para atrás, y la voz, sí, la voz de marinero de verdad, muy honda, fuerte y se ríe enseñando las muelas de oro, dando palmadas. Yo doblé la cabeza, sin querer confirmar aquellos datos que eran verdad, y las palabras se me fueron de la boca, se me escaparon. Pero no le dicen Popeye. A lo mejor no se lo dices tú, pero en el Balneario se lo dice todo el mundo. Popeye, será por las mentiras que echa, por los cuentos que se inventa. El pan duro se me hincaba por todos lados. Gaya, tú sabes que éste es sobrino del Popeye, el de la caleta, de Cádiz, le dijo el mellado a un hombre que pasaba mirando desde fuera del mostrador las etiquetas de las latas de conserva con ojos de miope. Pero el otro no dijo nada, me miró como si yo fuera una lata más, una lata que no le gustaba, y siguió dando pasos cortos, señalándole a mi padre lo que quería. Ha estado en la Costa de la Muerte, en Panamá, en todos los puertos de Yugoslavia, y a mí me ha enseñado el nombre de todos los nudos, y luego me va a enseñar a hacerlos, cuando sea más mayor.

Se le torció la boca al mellado, mirándome, como si yo le diera lástima pero sin dejar de sonreír. Levantó el pie y puso el zapato con el boquete al lado de mi pierna, encima del saco de pan. Se ató despacio los cordones y después, ya con el piel en el suelo, me dijo, Lo que sí es verdad es que siempre va vestido de blanco, el dueño del merendero es así y le gusta tener al personal bien vestido, aunque sea para mover los hidropedales, aunque sea para hacer lo que hace tu tío, que es dar las llaves de las casetas. Ese es otro, le dije yo, ese es otro, el Popeye. Sí, otro, me dijo ya de espaldas el mellado, y yo le vi otra vez los pantalones gastados, y los zapatos, y vi que yo iba a ser él, con otra voz, con otros ojos, pero él. Miré para la plaza que estaba oscura, por si venía la Perrilla, o Antonio, o alguien, pero sólo estaban las luces, las paredes solas, con los boquetes de las sombras. Y aquella noche, andando camino de mi casa, algo de mi madre y de mi padre, pensé en Luisito Sanjuán y en su cauny, y en que muy pronto acabarían de asfaltar Eugenio Gross.


Antonio Soler


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