-Queridos -dijo la condesa- hay que ir a acostarse.
Los tres, niños y niñas, se levantaron y fueron a abrazar a su abuela.
Después vinieron a darle las buenas noches al señor cura, que había cenado en el castillo como todos los jueves.
El abad Mauduit sentó a dos sobre sus rodillas, pasando sus largos brazos vestidos de negro por detrás del cuello de los niños y, aproximando sus cabezas con un movimiento paternal, les besó la frente con un beso muy tierno.
Después los volvió a poner en el suelo, y las pequeñas criaturas, el niño delante y las niñas detrás, se fueron.
-¿Le gustan los niños, señor cura? -preguntó la condesa.
-Mucho, señora.
La anciana señora levantó sus ojos claros hacia el sacerdote.
-Y... su soledad, ¿nunca le ha pesado demasiado?
-Sí, a veces.
Él se calló, dudó, y después continuó:
-Pero yo no he nacido para la vida mundana.
-¿Qué sabe usted de eso?
-¡Oh! Lo sé bastante bien. Yo fui creado para ser sacerdote, he seguido mi senda.
La condesa lo observaba continuamente:
-Veamos, señor cura, dígame, dígame, ¿como se decidió a renunciar a todo lo que nos hace amar la vida, a todo lo que nos consuela y nos sostiene?. ¿Quién lo ha empujado o inducido a apartarse del gran camino natural, del matrimonio y la familia? Usted no es ni un exaltado, ni un fanático, ni un sombrío, ni un triste. ¿Ha sido algún acontecimiento, una pena, lo que lo ha decidido a pronunciar votos de por vida?
El abad Mauduit se levantó y se aproximó al fuego, después extendió hacia las llamas sus zapatones de sacerdote de pueblo. Parecía siempre dudar a la hora de responder.
Era un enorme anciano de cabellos blancos que prestaba sus servicios desde hacía veinte años en la comunidad de Saint-Antoine-du-Rocher. Los campesinos decían de él:
-Es un buen hombre.
En efecto, era un gran hombre, condescendiente, familiar, bondadoso y, sobre todo, generoso.
Como San Martín, él había rasgado en dos su abrigo. Era de risa fácil y lloraba también por poca cosa, como una mujer, lo que le perjudicaba incluso un poco ante el carácter rudo de los campesinos.
La anciana condesa de Saville, retirada en su castillo de Rocher para cuidar a sus nietos después de las muertes sucesivas de su hijo y su nuera, quería mucho a su sacerdote, y decía de él: "Es un encanto".
Él venía todos los jueves a pasar la noche con la dueña del castillo y se había creado entre ellos una buena y franca amistad entre ancianos.
Se entendían casi con medias palabras, siendo los dos buenas personas, con esa bondad de las gentes sencillas y tiernas.
Ella insistía:
-Veamos, señor cura, confiese usted.
Él repetía:
-Yo no había nacido para la vida común. Me di cuenta a tiempo felizmente, y muy a menudo he constatado que no me he equivocado.
Mis padres, vendedores merceros en Verdiers, y bastante ricos, tenían muchas esperanzas puestas en mí. Me mandaron a una pensión muy joven. No se sabe lo que puede llegar a sufrir un niño en un colegio por el mero hecho de la separación, del aislamiento. Esta vida uniforme y sin ternura es buena para unos, detestable para otros. Los seres pequeños tienen a menudo el corazón mucho más sensible de lo que uno cree y, encerrándolos así, demasiado pronto, lejos de aquellos que aman, se puede desarrollar hasta el exceso una sensibilidad que se exalta, que se convierte en enfermiza y peligrosa.
Yo no jugaba apenas, no tenía compañeros, pasaba mis horas echando de menos la casa, lloraba por la noche en mi cama, me rompía la cabeza para reencontrar recuerdos de mi hogar, recuerdos insignificantes, pequeñas cosas, pequeños sucesos. Pensaba sin cesar en todo lo que había dejado allá. Me convertía muy lentamente en un exaltado para quien las más ligeras contrariedades eran horribles penas.
Con todo esto yo permanecía taciturno, cerrado en mí mismo, sin expansión, sin confidentes. Este trabajo de excitación mental se hacía sobria y concienzudamente. Los nervios de los niños son rápidamente sacudidos; deberíamos vigilar a aquellos que viven en una paz profunda, hasta su desarrollo casi completo. Pero, ¿quién puede pensar que, para algunos colegiales, un castigo injusto puede ser un dolor tan grande como lo será más tarde la muerte de un amigo? ¿Quien se da cuenta exactamente de que algunas almas jóvenes sufren por una nimiedad emociones terribles, y son, en poco tiempo, almas enfermas, incurables?
Este fue mi caso. Esta facultad de lamento se desarrolló en mí de forma que toda mi existencia se convirtió en un martirio.
No lo decía, no decía nada, pero poco a poco me volví de una sensibilidad, o más bien, de una sensitividad tan viva que mi alma parecía una herida abierta. Todo lo que la tocaba le producía retortijones de dolor, vibraciones horrorosas, y como consecuencia verdaderos estragos. ¡Felices los hombres que la naturaleza ha acorazado de indiferencia y armado de estoicismo!
Llegué a los dieciséis años. Una timidez excesiva me caracterizaba como consecuencia de esta capacidad para sufrir con todo. Sintiéndome desnudo ante todos los ataques del azar o del destino, temía todos los contactos, todos los acercamientos, todos los acontecimientos. Vivía en alerta como bajo la amenaza constante de una desgracia desconocida y siempre esperada. No osaba ni hablar, ni intervenir en público. Tenía la sensación de que la vida era una batalla, una lucha espantosa donde se reciben golpes tremendos, heridas dolorosas, mortales. En lugar de alimentar, como todos los hombres, la feliz esperanza del día después, solo mantenía un confuso temor y sentía en mí una especie de ganas de esconderme, de evitar este combate en el que yo sería vencido y muerto.
Rematados mis estudios, me dieron seis meses de vacaciones para escoger una carrera. Un acontecimiento muy simple me hizo de repente ver claro, me mostró el estado enfermizo de mi espíritu, me hizo comprender el peligro y me hizo tomar la decisión de escapar.
Verdiers es una pequeña ciudad rodeada de llanuras y bosques. En la calle principal se encontraba la casa de mis padres. Últimamente, pasaba mis días lejos de esta morada que tanto había echado de menos, tanto había deseado. Se habían despertado en mí sueños, y me paseaba por los campos, completamente solo, para dejarlos escapar, echar a volar.
Mi padre y madre, muy ocupados con su comercio y preocupados por mi porvenir, no me hablaban más que de sus ventas o de mis posibles proyectos. Me querían como una persona positiva, de espíritu práctico; me querían con la razón antes que con su corazón. Yo vivía amurallado en mis pensamientos y tembloroso con mi eterna inquietud.
Ahora bien, una tarde, después de un largo recorrido, percibí, cuando regresaba a zancadas para no llegar tarde, un perro que corría hacia mí. Era una especie de podenco rojo, muy delgado, con largas orejas rizadas.
Cuando estuvo a diez pasos se detuvo. Y yo hice lo mismo. Entonces él se puso a agitar la cola y se aproximó a pasitos, con movimientos de temor en todo el cuerpo, doblándose sobre sus patas como para implorarme y moviendo suavemente la cabeza. Lo llamé. Hizo como si se rebajara, con un aspecto tan humilde, tan triste, tan suplicante, que sentí las lágrimas en los ojos. Fui hacia él, se fue, después volvió y yo me arrodillé mostrándole ternura a fin de atraerlo. Pon fin estuvo al alcance de mi mano y, muy suavemente, lo acaricié con precauciones infinitas.
Entonces él se animó, se levantó poco a poco, posó sus patas sobre mis hombros y se puso a lamerme la cara. Me siguió hasta casa.
Fue realmente el primer ser que yo amaba apasionadamente porque él me devolvía mi ternura. Mi afecto por este animal fue, en verdad, exagerado y ridículo. Me parecía, confusamente, que éramos dos hermanos perdidos sobre la tierra, tan aislados y sin defensa el uno como el otro. Él ya no me dejaba nunca, dormía a los pies de mi cama, comía en la mesa a pesar del descontento de mis padres y me seguía en mis recorridos solitarios.
A menudo me detenía sobre el borde de una zanja y me sentaba en la hierba. Sam en seguida acudía, se acostaba a mi lado o sobre mis rodillas y levantaba mi mano con la punta del hocico a fin de hacerse acariciar.
Un día, hacia finales de junio, estando en la carretera de Saint-Pierre-de-Chabrol, vi venir la diligencia de Ravereau. Se acercaba al galope tirada por cuatro caballos, con su maletero amarillo y la capota de cuero negro que cubría su imperial. El cochero hacía chasquear su látigo; una nube de polvo se levantaba bajo las ruedas del pesado carruaje y después ondeaba por detrás, como una nube.
Y de repente, a medida que se acercaba hacia mí, Sam, asustado tal vez por el ruido y queriendo juntarse conmigo, se lanzó delante de ella. La pata de un caballo lo derribó. Lo vi rodar, girar, volver a levantarse, volver a caer sobre todas sus patas. Después la diligencia entera dio dos grandes sacudidas y vi detrás de ella, en medio del polvo, algo que se agitaba sobre la carretera. Estaba casi cortado en dos, todo el interior de su vientre colgaba desgarrado, salía sangre a borbotones. Intentó levantarse, caminar, pero sólo las dos patas de delante podían moverse y arañar la tierra, como para hacer un agujero. Las otras dos estaban ya muertas. Aullaba horrorosamente, loco de dolor.
Murió en algunos minutos. No puedo expresar lo que sentí y cuánto he sufrido. Estuve en cama durante un mes.
Pero, una tarde, furioso mi padre por verme en este estado por tan poca cosa, gritó:
-¡Qué pasará cuando tengas verdaderas penas, si pierdes a tu mujer, a tus hijos! Mira que eres tonto!
Estas palabras, desde entonces, permanecieron en mi cabeza, me atormentaron: "¡Qué será entonces, cuando tengas verdaderas penas, si pierdes a tu mujer, a tus hijos!"
Y comencé a ver claro en mí. Comprendí por qué todas las pequeñas miserias de cada día tomaban ante mis ojos una importancia catastrófica. Me di cuenta de que yo estaba hecho para sufrir intensamente por todo, para percibir todas las impresiones dolorosas, multiplicadas por mi sensibilidad enferma, y un miedo atroz a la vida me sobrecogió.
No tenía pasiones, ni ambiciones; me decidí a sacrificar las posibles alegrías para evitar los dolores certeros. La existencia es corta, yo la pasaré al servicio de los demás, aliviando sus penas y gozando con su felicidad, me decía a mí mismo. No experimentando directamente ni las unas ni las otras, no recibiría más que las emociones debilitadas.
Y sin embargo, ¡si usted supiera cómo la miseria me tortura, me destroza! Pero lo que habría sido para mi un intolerable sufrimiento, se convirtió en conmiseración y piedad.
Estas penas, que toco a cada instante, no las hubiera soportado cayendo sobre mi propio corazón. No habría podido ver morir a uno de mis hijos sin morir yo mismo. Y, a pesar de todo, he mantenido un miedo tal, oscuro y penetrante, a los acontecimientos, que la visión del cartero en mi casa me hace pasar cada día un escalofrío por las venas, y sin embargo en estos momentos no tengo nada que temer.
El abad Maudit se calló. Miraba el fuego en la chimenea grande, como si viera allí cosas misteriosas, todo lo desconocido de la existencia que habría podido vivir si hubiera sido más atrevido delante del sufrimiento. Añadió con una voz más baja:
-Yo tenía razón. No estaba hecho para este mundo.
La condesa no decía nada; al fin, después de un largo silencio, dijo:
-Yo, si no tuviera a mis nietos, creo que ya no tendría valor para vivir.
Y el cura se levantó sin decir una palabra más.
Como los sirvientes dormitaban en la cocina, ella misma lo condujo hasta la puerta que daba sobre el jardín y vio hundirse en la noche su enorme sombra lenta que iluminaba un reflejo de lámpara.
Después ella volvió a sentarse delante de su fuego y pensó en un montón de cosas en las que no se piensa cuando uno es joven.
Guy de Maupassant